domingo, 20 de septiembre de 2009

"La noche", Javier Torre

Buenos Aires silenciado por el miedo, madrugadas eternas, personas que desaparecen, calles desiertas, amigos de los que no vuelvo a oír el nombre, libros secuestrados, desconfianza de todo y de todos, pánico a escribir teléfonos de desconocidos en la agenda.

Mi padre va a morirse de cáncer, las sobredosis de morfina apenas alcanzan a pararle los dolores en la espalda. Nos miramos en silencio, yo estoy denunciado en el diario La Razón como autor inmoral, acabo de separarme de mi primera mujer, tengo veinticinco años pero a partir de entonces no podré ser joven nunca más.

- El dolor viene de la compresión medular- me explica el médico-. Es imparable.

Vivimos del cine, pero la empresa va mal. La censura bloquea todo, la gente no sale, se habla de centros clandestinos, en voz baja: de torturas desconocidas, de capuchas. Desde los medios masivos de comunicación se bombardea con la tablita cambiaria, José María Muñoz, la guerra antisubversiva, 60 Minutos. El general Harguindeguy habla por la cadena nacional, la jerarquía eclesiástica se silencia, la Sociedad Rural elogia a Martínez de Hoz, Cacciatore anuncia que se construirán fabulosas autopistas.

Esa noche vamos a una oficina en el centro a buscar un certificado de exhibición. Llueve a cántaros. Si mal no recuerdo es la Avenida Córdoba, y más tarde sería Entre Ríos al 200, un edificio lúgubre, sucio, donde se apilaban expedientes, informes de los servicios, denuncias. Es la última oportunidad para nuestra distribuidora que se funde, Contracuadro, mítica, imborrable, todavía.

Son las ocho menos cuarto, y en la puerta nos detiene un infante de marina.
-Venimos a buscar un certificado para exhibir una película.
-No se puede pasar- dice el infante, armado. A mi padre le duele tanto la espalda que tiene que apoyarse contra la pared. En el auto un enfermero espera con una inyección de morfina.
-Necesitamos ese certificado, la oficina cierra a las ocho y son las ocho menos cuarto.
-Circulen- responde el infante.

-La película tiene que estrenarse el jueves. Hace falta el certificado, es sólo subir a retirarlo.

El infante nos mira con desconfianza, pero opta por consultar a través del portero eléctrico. Una voz pregunta quién es la persona que espera.

Desde arriba insisten: No, no se nos permite pasar, pero podemos esperar en la puerta. Esperamos. Llueve con más fuerza y un camión del Ejército patrulla la calle, a paso de hombre. Oímos que baja el ascensor, y apenas se detiene lo vemos a Tato, el censor. Se ríe y en la mano derecha balancea un rosario color rosa. Lo escoltan dos infantes con metralletas, mientras un tercero carga las latas de nuestra película. Tato usa un traje negro, está radiante, recién afeitado. Parece divertido, dice:
-No me gusta que me distraigan cuando estoy reunido con el escribano Ares, muchachos, pero acá les traigo la película. Está prohibida.
-¿Cómo prohibida? Es una película musical.
-Es material disociador, no va. Llévense las latas, ahí las tienen.

El infante deposita las latas en el suelo. Los otros dos están apostados, dispuestos a apuntar. La sonrisa de Tato brilla de satisfacción, se acomoda los anteojos, se despide con un tono chabacano.

-Chau, muchachos, y llévense esa porquería. Si quieren el certificado me lo mandan a buscar la semana próxima. Acá tengo quien se lo redacte con todos los chiches, chau, chau.

Los infantes lo siguen y el censor vuelve a desaparecer por el ascensor. El custodio de la puerta nos pide que carguemos la película y nos retiremos de inmediato. A mi padre el dolor en la espalda lo está taladrando, pero se inclina bajo la lluvia y empieza a recoger todas las latas que puede. Lo ayudo, y las cargamos en el baúl del auto.
-Hagamos lo que decía tu abuelo- me recuerda, empapado, mientras el enfermero le busca la vena sentado en el asiento de atrás, y el auto arranca hacia Callao: -En la mala, agrandarse.

Cuando la morfina le hace efecto se reclina y entrecierra los ojos. Un helicóptero está sobrevolando un edificio, las luces de los negocios están apagadas, ni un alma camina por la calle y la ciudad entera está ocupada por el aliento del terror.

El auto se aleja, y a las pocas semanas nuestra empresa irá a la quiebra. Pero unos días antes nos despedimos, hacemos planes y soñamos con un tiempo mejor, que quizá llegue cuando la vida vuelva.

Domingo 20 de Septiembre de 2009

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