domingo, 31 de enero de 2010

SONIDOS REVUELTOS

Hoy desandamos músicas y palabras de infancia


“¿Por qué pondrá Dios al comienzo lo mejor de toda la vida?” (Víctor Hugo)


Narradora invitada: Alejandra Acuña Barrenechea


Los sonidos que pasaron:

Canción de cuna costera / Carlos Aguirre
Plegaría para un niño dormido / Diane Denoir
Canción de cuna / Paola Fain y Ezequiel Mantega
Gurisito / Francesca Ancarola y Carlos Aguirre
Mi pequeño angel / Quinteto Urbano
Duerme negrito / Willy Gonzalez y Micaela Vita
La ronda catonga / Alfredo Zitarrosa
Me va a nacer un hermanito / Sandra Peres y Paulo Tatit
La rueda gigante / Mauricio Ubal
La vieja / Son de tres zapotes
A recoge correra la bolita / Petrona Martinez
Calma / Puente Celeste
El tinenti / Cuarteto milonguita de Hernán Valencia
Angel de bolsillo / Sebastian Monk
Canción para Juan / Luis Salinas
Una de las tres Marías / María Elía y Diego Penelas
Mi nieto Ignacio / Los Hnos. Nuñez y Ruiz Guiñazu
Princesa Cristal / Lito Epumer
Plegaría para un niño dormido / Liliana Herrero
Viste de mi / Mantega - Mielgo - Codomí


Las palabras que pasaron:

“Venancio vuela bajito”, Graciela Montes
“Instrucciones para elegir en un picado”, Alejandro Dolina
“Beatriz (una palabra enorme)”, Mario Benedetti
“Vidrios rotos”, Osvaldo Soriano


“Venancio vuela bajito”, Graciela Montes

No es cierto que los perros no vuelen.
Lo que pasa es que les gusta volar bajito. En mi barrio, por ejemplo, tenemos un perro que sabe volar; se llama Venancio.
El que le enseñó a volar a Venancio fue don Fito, que tiene muchísima paciencia.
En realidad, primero le enseñó a saltar.
Estuvo meses y meses enseñándole a saltar.
-¡Hop, Venancio! -decía don Fito levantando un dedo.
Y Venancio saltaba. Saltaba cada vez más y más alto: del suelo hasta una silla, después del suelo hasta la mesa y por fin del suelo hasta el techo de la heladera.
A Venancio le gustó eso de andar por los aires.
Tanto le gustó que una mañana, sin esperar siquiera a que don Fito le dijera "¡Hop, Venancio!", se trepó de un solo salto al techo de la casa. ¡Quería ver la salida del, sol desde ahí arriba!
Don Fito estaba muy orgulloso de Venancio. A don Fito, Venancio le parecía un perro muy inteligente.
-Te voy a enseñar a volar -le decía. -¡Hop, Venancio! -decía con el dedo en alto, y lo mandaba de un brinco al techo. Después, sin que Venancio se diese cuenta, se iba en puntas de pie a la casa de doña Enriqueta, que vive justo enfrente, se subía a la terraza y le gritaba: -¡Acá, Venancio!
¡Y Venancio saltaba del techo de don Fito a la terraza de doña Enriqueta! Era un salto verdaderamente extraordinario.
Lo más difícil de todo fue enseñarle a dar media vuelta en el aire.
Pero ya dije que don Fito es un hombre lleno de paciencia.
-¡Hop, Venancio! -lo mandaba de vuelta al techo. Pero, antes de que Venancio pusiese una sola pata en las tejas, le gritaba de repente: - ¡Acá, Venancio!
Entonces Venancio, que siempre fue un perro muy obediente, se daba media vuelta en el aire y volvía. Era una prueba dificilísima.
Al principio Venancio perdía el equilibrio y rodaba por la vereda como una maceta. Pero con el tiempo aprendió a aterrizar mucho mejor.
Don Fito estaba cada día más orgulloso de su perro. -¡Ya estas por aprender a volar, Venancio! -le decía palmeándole la cabeza.
Y Venancio decía "arf arf" y movía la cola. Por fin un día lo mandó volando a la carnicería, que queda a dos cuadras.
-¡Hop a lo de Gorosito, Venancio! -le gritó (Gorosito es nuestro carnicero).
¡Y Venancio voló las dos cuadras!
(un poco porque era tan obediente y otro poco porque Gorosito siempre le regalaba algún hueso).
Y así fue como Venancio aprendió a volar. Al principio a todo el mundo le pareció lindo eso de que hubiese un perro volando por el barrio. Pero enseguida empezaron las quejas. Porque la verdad es que Venancio no volaba como una mariposa. Ni como un pajarito.
Más bien volaba como un almohadón desesperado.
Para empezar, era gordo.
Para seguir volaba muy rápido
Y, para terminar, le gustaba volar bajito.
Como era gordo y volaba tan rápido y tan bajito provocaba muchísimos accidentes.
Un día le arrancó el casco a un policía al cruzar la avenida y don Fito tuvo que pagar una multa.
Un sábado a la noche se chocó con la cabeza de Martinita Perez, justo cuando Martinita Perez salía de su casa vertida de novia. y toda llena de flores, para casarse con Tito Nicoletti.
Otro día se metió sin querer por la ventana del profesor Gutierrez, que estaba abierta, y se cayó encima del pastel de papas.
Pero lo peor fue el lío de la cancha. Venencio pasó volando por el campo justo en el momento en que la pelota estaba por entrar en el arco, y la pelota, en lugar de hacer gol, fue a parar a la tribuna, junto con Venancio. Los que se habían perdido el gol se pusieron furiosos y empezaron a gritarles y patearlos y a morderles las orejas a los que se habían salvado del gol.
Los que se habían salvado del gol se defendían lo mejor que podían.
-La culpa no es nuestra -decían mientras se tapaban con las dos manos las orejas-, la culpa la tiene el perro.
El barrio entero se enojó con Venancio y con don Fito, el dueño de Venancio.
-Los perros voladores son muy molestos -decían.
-¡Son peores que las moscas!
Y los chicos se ponían a saltar en la vereda y gritaban:
-¡Que-no-vuele! ¡Que-no-vuele!
Desde ese día Venancio ya no vuela tanto por el barrio.
Pero igual se sigue entrenando.
Don Fito se levanta bien temprano todas las mañanas y lo lleva a revolotear un rato por la Costanera.
-Tenés que aprender a volar más alto, Venancio -le explica. Pero no hay caso. A Venancio le gusta volar bajito. Dice "arf arf" y le da vueltas y más vueltas a don Fito alrededor de la cabeza.


“Instrucciones para elegir en un picado”, Alejandro Dolina

Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se reúnen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán los dos bandos.
Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternadamente a sus futuros compañeros. Se supone que los más diestros serán elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos.
Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.


“Beatriz (Una palabra enorme)” del libro “Primavera con una esquina rota” de Mario Benedetti.

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartilla mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra; justificado.
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embrago está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papi se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho que era un sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso, pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que papá está en libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.
Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mi me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.
Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarle Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrjes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.
O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que casi es un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme?.


“Vidrios rotos”, Osvaldo Soriano

La primera honda que tuve me la hizo en San Luis mi tío Eugenio, que trabajaba de detective en el casino de Mar del Plata. Era una joya: habíamos buscado la horqueta perfecta por todos los árboles del barrio y cuando la encontramos yo subí de rama en rama para cortar la que guardaba el tesoro. Mi tío la peló con un cuchillo y la pintó con un barniz amarronado. Los elásticos los cortó de una cámara que nos regalaron en la gomería y para alojar el proyectil buscó un cuero suave, como gamuza, que hacía juego con el color de la madera. Los amarres con firulete los hizo mi padre con un alambre de cobre bien pulido.
Ése fue uno de los grandes días de mi vida. Poníamos tarros de conserva alineados en el fondo de un baldío y practicábamos hasta el anochecer. Mi tío era pura pasión pero acertaba pocas veces. Lo mismo le pasaba con los números del casino, donde dejó fortunas propias y ajenas. Hasta que pasó al otro lado del mostrador y aprendió la profesión de los escruchantes para agarrarlos con las manos en la masa. Para sorpresa de todos, el que se reveló muy bueno fue mi viejo, que había pasado por el Otto Krause y detrás de la máscara de hombre de ciencia conservaba la picardía de su abuelo, el pistolero de Valencia. Como todo zurdo contrariado a mí me costaba acomodarme para tirar. Todavía recuerdo con rencor a la maestra que alzaba la voz y me gritaba: "¡Niño Soriano, la lapicera se toma con la diestra!". Y yo la agarraba con la derecha y dibujaba una caligrafía imposible que todavía hoy me cuesta descifrar.
Lo cierto es que me costaba acomodarme a la gomera. Una noche de verano salimos con mi padre en ronda de inspección para sorprender a los que derrochaban agua corriente. Caminamos sin apuro, después de cenar, hasta el barrio de chalés. Ahí había gente que tenía piscinas de veinticinco metros y mandaba lavar coches, veredas, frentes con el agua que les faltaba a los infelices que no tenían plata para pagarse tanques de reserva ni motores eléctricos.
Mi padre tocaba el timbre y se presentaba como un caballero, quitándose el sombrero ante las damas. Yo me quedaba unos pasos atrás a escuchar su discurso que cambiaba cada vez y derivaba en evocaciones poéticas y citas sarmientinas. Es verdad que a veces hacía demagogia. Ponía en la pluma de Sarmiento y en la boca de San Martín cosas que a mí en el colegio nunca me habían enseñado. Tenía fibra para golpear al hígado y llegar al corazón. Una vez, frente a un industrial con pinta de señorito consentido, que nos había mandado dos veces a la mierda, señaló un grueso y frondoso roble que tapaba la entrada de un potrero y le preguntó con voz serena y convencida: "¿Sabe que el general Belgrano ató su caballo a ese árbol cuando volvía de la batalla de Tucumán?". El señorito se sorprendió y miró al baldío mientras en su patio seguía la fiesta y los invitados se zambullían en la pileta iluminada por grandes faroles. "A mí qué carajo me importa", contestó el tipo y nos cerró la puerta en las narices. Mi padre me puso la mano sobre la cabeza, se limpió el polvo de los zapatos y volvió a tocar timbre. El tipo apareció de nuevo, metió la mano al bolsillo y empezó a contar unos billetes arrugados. "Tomá -le dijo a mi viejo-, andá a comprarle un helado al pibe."
Hacía tanto que no me compraban un helado que ahí no más se me aceleró la respiración. Los billetes eran marrones, nuevitos, y el tipo se los tendía a mi viejo con una sonrisa displicente y pacífica. Alcanzaba para dos kilos de chocolate, crema americana y frutilla. Desde el fondo llegaba la melosa voz de Lucho Gatica. A mí me latía fuerte el corazón mientras mi padre seguía parado ahí, bajo el alero del porche, con el traje todo raído y el sombrero en la mano. No le gustaba que lo tutearan. De pronto levantó el brazo y señaló de nuevo el árbol. "La tropa acampó atrás -dijo-. El general estaba muy enfermo y pasó la noche abajo de ese árbol. No tenían ni una gota de agua y todos se pusieron a rezar para que lloviera."
Hubo un largo silencio hasta que apareció un muchachón con un balde de agua y se paró bajo el marco de la puerta. "¿Y, llovió mucho?", preguntó el industrial, burlón, mientras contaba dos billetes más. "Ni una gota", contestó mi viejo y movió la cabeza, desconsolado por la triste suerte del general. "Mandó hacer un pozo para buscar agua y enterrar a los soldados que se le morían."
Yo me di cuenta enseguida de que tampoco esa noche iba a tener helado. Mi viejo se calzó el sombrero con un gesto cansado mientras se escuchaban las risas de las mujeres y los arrumacos del trío Los Panchos. "No se conseguía agua metiendo la mano en el bolsillo, señor", dijo mi viejo. El tipo extendió el brazo con la plata y mi viejo dio un paso atrás. "Mirá -se empezó a cansar el otro-, el gobernador está adentro, así que tomatelás, ¿sabés? Rajá si no querés perder el empleo." Mi padre me tomó de un hombro y empezamos a salir. Entonces llegó el baldazo y sentí que a mí también me salpicaba el chapuzón de mi padre. Salí corriendo pero mi viejo hizo como si nada hubiera pasado. El industrial y el otro largaron la carcajada y la puerta se cerró de golpe. Ya tenían algo para contarle al gobernador y reírse toda la noche al borde de la pileta.
Cruzamos la calle en silencio. Al llegar a la esquina no pude contenerme y me eché a llorar como un tonto. Mi viejo caminaba cabizbajo pero imperturbable y fue a sentarse bajo el árbol donde según él había pasado la noche el general Belgrano. Prendió un cigarrillo, sacó el talonario y escribió la multa con una letra redonda y clara que siempre le envidié. El cielo estaba estrellado y hacía un calor de infierno. Justo para estar al lado de la pileta tomando un helado. "No le cuentes nada a mamá, ¿querés?", me dijo. Yo pensaba en los billetes marrones y en los días que faltaban para fin de mes, cuando traía su sueldo de morondanga. Por decir algo le pregunté cómo había hecho Belgrano para conseguir agua.
-No sé, hijo; en cada puerta que golpeaba le tiraban un balde con mierda.
Se puso de pie, se quitó el saco para escurrirlo y me pidió que le inventáramos a mi madre un accidente con el camión regador. Ya nos íbamos cuando de repente se paró a mirar la copa del árbol.
-¿Trajiste la gomera? -me preguntó.
Le dije que sí y se la pasé con la bolsita de piedras que llevaba bien agarrada al cinturón.
Dejó el saco sobre un arbusto y empezó a trepar por el tronco. No estaba para esos trotes pero alcanzó a ganar la primera rama y de ahí pasó a otra más alta hasta que empecé a perderlo de vista. Tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo, como le había pasado otras veces. Empecé a imaginar a Belgrano encaramado al árbol, oteando el horizonte, enfermo y sucio, con el pantalón blanco, la chaqueta azul y el poncho colorado.
Entonces escuché un ruido de vidrios rotos y enseguida una lámpara hecha añicos y otra que reventaba. Me di vuelta y vi que la casa de la piscina se quedaba a oscuras. Busqué a mi padre entre el follaje del árbol y de pronto lo oí desplomarse a mi lado con la gomera en la mano. Esta vez cayó de pie y con la cara iluminada.
-Dale -me dijo en voz baja-. Vamos a tomar un helado.


Gracias por ser parte