domingo, 10 de enero de 2010

SONIDOS REVUELTOS

Hoy desandamos músicas y palabras de la noche


“La oscuridad es la sangre de las cosas heridas” (J.L.Borges)


Narrador invitado: Tom Lupo


Los sonidos que pasaron:

Noches de Catamarca / Juan Falu
Luna Clara / Agustín Pereyra Lucena
Estrellas / Hugo Fattoruso
Alta es la Luna / Savina Yannatou
Tonada de la luna / Huáscar Barradas
Canto a la luna / Raúl Barboza
Parió la luna / Mojarra eléctrica
Luna / Muchachito Bombo infierno
El tata / Ricardo Cavalli
Zamba para los amigos de la noche / Lorena Astudillo
Trasnoche / Damián Fogiel
Nuevo Piano / Conácuatro
Dulzura distante / Ana Prada
El arco del adiós / Alberto Rojo
Pastor bajo la luna / Grupo Chalas
Luna llena / Sidestepper


Las palabras que pasaron:

“La niña que iluminó la noche”, Ray Bradbury
“Mirar la luna”, Adela Basch
“A la noche la hizo dios”, Atahualpa Yupanqui
“Amor de Dragón”, Gustavo Roldán


“La niña que iluminó la noche”, Ray Bradbury
Había una vez un muchachito a quien no le gustaba la Noche.

Le gustaban
linternas y lámparas
y
antorchas y alumbrados
y
faros y faroles
y
velas y velones
y relumbrones y relámpagos.
Pero no le gustaba la noche.

Se lo veía en
salones y sótanos
y despensas y desvanes
y
alcobas y alacenas
y
escurriéndose por los corredores.
Pero nunca se lo veía afuera…
en la Noche.

No le gustaban para nada las llaves de luz.
Porque las llaves de luz apagaban
las lámparas amarillas
las lámparas verdes
las lámparas blancas
las lámparas del vestíbulo
las luces de la casa
las luces de todas las habitaciones.
Él nunca tocaba las llaves de luz.
Y jamás salía a jugar
en la oscuridad.

Siempre estaba muy solo.
Y muy triste.
Pues veía, desde su ventana,
a los otros chicos jugando sobre el césped
en las noches de verano, corriendo felices allá afuera.

Pero nuestro muchachito ¿dónde estaba?
Arriba en su cuarto.
Con sus linternas y lámparas
y faroles
y candeleros y candelas.
Completamente solo.

A él únicamente le gustaba el sol.
El amarillo sol.
A él no le gustaba la Noche.

Cuando llegaba el momento
en que papá y mamá recorrían la casa
apagando todas las luces…
Una a una.
Una a una.
Las luces de la entrada
las luces del salón
las pálidas luces
las rosadas luces
las luces del a despensa
las luces de la escalera…
Entonces el muchachito se metía en su cama.

Tarde en la noche
el niño desdichado
tenía en el pueblo
el único cuarto iluminado.

Y una noche,
mientras papá estaba de viaje
y mamá se acostó temprano,
el muchachito empezó a vagar solo,
completamente solo por la casa.

¡Ah, cómo ardían las luces!
¡Las luces de la entrada
las luces del vestíbulo
las luces de la despensa
las pálidas luces
las rosadas luces
las luces del salón
las luces de la cocina!
¡Hasta las luces del desván!

¡Toda la casa parecía haberse incendiado!
Pero el muchachito todavía estaba solo.
Entretanto los otros chicos,
allá lejos
jugaban sobre los prados en la noche de verano.
Riendo.
Muy lejos.

¡De repente escuchó
un golpe en la ventana!
Algo oscuro estaba ahí.
Un golpe en la puerta de entrada.
¡Algo oscuro estaba ahí!
Un golpe en la puerta trasera.
¡Algo oscuro estaba ahí!

De pronto alguien dijo: -¡Hola!
Una niña estaba ahí en medio de
las luces blancas, de las brillantes luces,
de las amarillas luces, de las luces de maravillas.

- Me llamo Negra –dijo.
Ella tenía el pelo negro
los ojos negros
y llevaba un vestido negro
y zapatos negros.
Pero su rostro era tan blanco como la luna.
Y sus ojos brillaban
como la luz de las blancas estrellas.
-Estás muy solo–dijo ella.
-Me gustaría correr con los chicos afuera–dijo el muchachito-. Pero no me gusta la Noche.

-Yo te presentaré a la Noche–dijo Negra-.
Y ustedes serán amigos.
Ella apagó la luz de la entrada.
-Ves–le dijo-. No estoy apagando la luz.
¡De ningún modo!
Simplemente estoy encendiendo la Noche.
Se la puede encender o apagar
igual que una lámpara
con la misma llave de luz.
-Nunca se me había ocurrido eso–dijo el muchachito.
-Y cuando se enciende la Noche–dijo-,
se encienden los grillos…

¡Y las ranas!
¡Y las estrellas!
¡Las luminosas estrellas
las estrellas titilantes
las estrellas azules!
¡El cielo es una casa
con sus luces de entrada
y luces en el salón
luces rosadas y pálidas luces
luces rojas
verdes luces
luces azules
amarillas luces
resplandores
todas las luces!

¿Quién puede escuchar a los grillos con las luces encendidas?
Nadie.
¿Quién puede escuchar a las ranas con las luces encendidas?
Nadie.
¿Quién puede ver las estrellas con las luces encendidas?
Nadie.
¿Quién puede ver la luna con las luces encendidas?
Nadie.

¡Fijate cuánto has perdido!

¿Pensaste alguna vez
alumbrar los grillos,
alumbrar las ranas,
alumbrar las estrellas
y la gran luna blanca?

-No–dijo el muchachito.
-Entonces, trata de hacerlo –dijo Negra.
Y ellos lo hicieron.
Subieron y bajaron las escaleras,
encendiendo la Noche.
Encendiendo la oscuridad,
dejando que la Noche viviera en cada habitación.
Como una rana.
O un grillo.
O una estrella.
O una luna.

Y ellos encendieron los grillos.
Y ellos encendieron las ranas.
Y ellos encendieron la blanca luna semejante a un helado.
-¡Oh, cómo me gusta esto!–dijo el muchachito-.
¿Puedo encender siempre la Noche?
-¡Por supuesto!–dijo Negra.
Y desapareció.

Ahora el muchachito es muy feliz.
Le gusta la Noche.
¡Tiene una Noche encendida en lugar de una luz encendida!
Le gusta encenderla.
Ha tirado sus linternas
sus lámparas
sus velas
sus velones.
En cualquier noche de verano que quieras,
podrás verlo.

Encendiendo la blanca luna,
encendiendo las rojas estrellas,
encendiendo las azules estrellas,
las verdes estrellas, las luminosas estrellas,
las blancas estrellas,
encendiendo las ranas, los grillos y la Noche.
Y corriendo en la oscuridad
sobre los prados
con los chicos felices…
Riendo


“Mirar la luna” Adela Basch

Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba termporariamente.
La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente despejado y me pareció un océano lleno de misterios.
De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié cuidadosamente, me los volví a poner... nada.
Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún lado. Ni siquiera opacaba por su presencia.
Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí esperar.
Esperé con ganas. Esperé con impaciencia. Esperé con curiosidad. Esperé con ansias. Esperé con entusiasmo. Esperé y esperé. Cuando terminé de esperar miré al cielo, y nada.
Cuando pude sobreponerme a mi decepción, me serví un café. Lo bebí lentamente. Cuando lo terminé de tomar la luna seguía sin aparecer. Me serví otro café. Cuando lo terminé de tomar ya había tomado dos cafés. Pero de la luna, ni noticias. Después del décimo café la luna no había aparecido y a mí se me había terminado el café. Paciencia por suerte todavía tenía.
Consulté las tablas astronómicas que siempre llevaba en la mochila. Eclipse no había. Pero de la luna, ni rastros. Volví a tomar el telescopio. Enfoqué bien, en distintas direcciones.
El cielo nocturno era maravilloso y, como tantas otras veces, me sorprendió mucho encontrar algo que no esperaba ver. Mucho menos en ese momento y en ese lugar. Ahí a lo lejos, entre tantas galaxias con tantas estrellas y tantos cuerpos desconocidos que se movían en el espacio había un pequeño planeta con un cartelito que decía "Tierra". Le di mayor potencia al telescopio y pude ver claramente que en la terraza de mi casa todavía estaba colgada la ropa que me había sacado antes de ponerme el traje de astronauta. Adentro, en el comedor, mi esposo y los chicos comían ravioles con tuco y miraban un noticiero por televisión. En ese momento justo estaban mostrando una foto mía y el Servicio de Investigaciones Espaciales informaba que yo había alunizado sin dificultades.
Me tranquilicé y me quedé afuera, disfrutando serenamente de la noche, mirando todo con la boca abierta, absorta en vaya a saber qué, tan distraída como siempre, totalmente en la luna.

“A la noche la hizo dios”, Atahualpa Yupanqui

A la noche la hizo dios
para que el hombre la gane
transitando por un sueño
como si fuera una calle.

Platicar con un amigo
oír un canto en el aire
ver el amor enredado
en la niebla de los parques

O adivinar un poema
que nunca lo escribió nadie
a la noche la hizo dios
para que el hombre la gane

La noche tiene un secreto
y mi corazón lo sabe
por mas que quiera ocultarlo
con terciopelos del aire

Me lo contó una guitarra,
hondo jahuel de saudades
lo aprendí en esas historias
que cuentan los trashumantes

Lo leí en el rojo vino
que en las madrugadas arde
lo vi brillar pecho adentro
destilando soledades

La noche tiene un secreto
y mi corazón lo sabe
a la noche la hizo dios
para que el hombre la gane


“Amor de Dragón”, Gustavo Roldán

Cuando los dragones se aman se desatan los maremotos, los volcanes lanzan un fuego endemoniado y los huracanes largan una furia que hace pensar que ha llegado el fin del mundo. Por eso a veces, para amarse sin molestar a nadie, vuelan hasta el cielo más alto, donde las estrellas casi están al alcance de la mano.
Y los dragones creen que el mundo queda en calma. Pero se equivocan. Entonces caen rayos y centellas, el cielo parece desplomarse con truenos aterradores, las estrellas fugaces y los cometas de largas colas luminosas corren de un lado para el otro sembrando el pavor, y los tornados enfurecidos se tragan medio mundo.
O la luna o el sol parecen borrarse lentamente en el cielo y todos dicen que hay un eclipse, dando minuciosas explicaciones de cómo la tierra se coloca entre el sol y la luna o la luna delante del sol y etcétera etcétera.
Vanas explicaciones. Las dicen los que nunca miran bien. Si mirasen bien verían claramente la figura de dos dragones que se aman y que van tapando la luz de los astros según se acerquen o se alejen.
Cada vez que alguien piense que está llegando el fin del mundo sólo tiene que abrir los ojos de mirar bien. Los ojos grandes de mirar lejos. Y no creer en tonteras. Pero eso no es nada fácil.

Gracias por ser parte