domingo, 1 de agosto de 2010

Silencio que grita

No se encuentran con frecuencia personas que puedan sostener el vivir lo más cerca posible de lo que piensan. Sobre todo si el pensamiento está puesto en el bien común, en la búsqueda de una sociedad más igual donde para nadie sea castigo el hecho de nacer e intentar una vida en este mundo. Habitualmente somos más discusivos que fácticos.

Conocimos a uno de esos tipos. Se crió en una humilde familia, padre carpintero y madre modista, en un barrio -sencillo barrio- de la ciudad de La Plata. En el taller de papá aprendió a tallar la madera y sus manos, generosas en proporción y en actitud, siempre guardaron ese aire de trabajo.

La medicina fue su vocación y el esfuerzo estuvo puesto en el objetivo: se recibió de médico y accede a un puesto auxiliar en el Hospital Policlínico de La Plata. Corría el año 48 y para quedar en el cargo había que firmar un contrato aceptando la doctrina del gobierno peronista. Fiel a su pensamiento, rechazó la comodidad del cargo en el hospital y se convirtió en médico rural trabajando más de doce años junto a los pobres, más pobres.

Por supuesto, estoy recordando –casi te digo extrañando- al Dr René Favaloro. Porque no es fácil vivir tan fiel al pensamiento y porque hacen falta esos tipos que nos faltan. En tal caso, conviene no solo recordarlo en su figura, sino en sus convicciones, en su ejemplo.

Favaloro tenía todos los diplomas que un médico sueña tener, y con todos los reconocimientos, no perdía el horizonte. Afirmaba que “En cada acto médico debe estar presente el respeto por el paciente y los conceptos éticos y morales; entonces la ciencia y la conciencia estarán siempre del mismo lado, del lado de la humanidad”. Cuántos han perdido esta noción tan clara y humanizadota de la medicina.

Siempre le preocupó comunicarse con los jóvenes y su mensaje era “no importa tener, importa ser. Es más importante ser que tener.” Tan cierto como fuera de moda. Son otros los valores y las figuras que busca imponer el sistema con sus ídolos de barro y frivolidad.
Donde pudo Favaloro dejó su palabra acompañada de ejemplo. Con humildad, con trabajo y preocupación. Supo decir que “Si no tomamos conciencia del desastre ecológico que el hombre ha desatado en nuestro planeta las consecuencias serán terribles. (... ) Todos debemos comprometernos a luchar sin descanso por la rehabilitación del aire, el agua y la tierra.”

Que bien vienen estas palabras hoy que los pueblos originarios celebran el día de la Madre Tierra, de la Pachamama y, por supuesto, nosotros con ellos. En un alerta cotidiano, porque realmente nos vamos a quedar sin un lugar donde vivir. Siempre lo decimos desde aquí, la minería a cielo abierto, la soja del glifosato, el consumo voraz, destrozan la vida a diario.

René Favaloro es uno de esos tipos necesarios, esos faros de los que nos valemos cuando se hace difícil elegir el rumbo. Un tipo hasta citado por personajes perversos que al nombrar a Favaloro debiera quemarles la boca. Un tipo que trabajó toda su vida por la dignidad humana. Y en una paradoja brutal y vergonzante, se mató un 29 de julio hace diez años atrás, vencido por la corrupción y la desidia.

Nos dejó muchas frases, todas acompañadas del ejemplo de vida. Y eso fortalece las palabras, las hace eternas. Aunque un día, ya sin fuerzas, el cirujano, ese que dio tanta vida, terminó con la propia y decidió callar.

No tengo dudas que al igual que en el final de La malasangre, esa excelente obra de Griselda Gambado, René Favaloro nos dijo: “Callo, pero mi silencio grita”

"Lento, pero posible", Adriana Raíces

“Lento, pero posible”, pensó. Y fue como si pensara por primera vez. La frase parecía estallar desde el fondo de su cráneo.

Afuera, a verdeoliva iban tornando los golpazos.

Mara no sabía decir lo que pensaba. Ni sabía que pensamos con palabras, porque ella pensaba con imágenes nomás. Pensaba como fotos: cerros, mamá muerta, chañar, tren, aborto, polvareda, esa casa de lata en la que andaba ahora rebotando a manotazos y un parto, otro parto y otro. Todo como fotos revueltas. Si alguien le hubiera preguntado por un recuerdo feliz, ella habría respondido con imágenes: El día que le trajeron al Jonathan en el hospital y se lo pusieron sobre el pecho, la mañana en que llevó a Sabri de blanco y moños al colegio, la noche que Ramón le puso la mano entre las piernas…

Pero ahora las fotos estaban como ajadas.

Mara no sabía en qué momento todo había empezado a volverse así de triste. Si había sido por lo del trabajo de Ramón, que se quedó tan en la calle de repente. O cuando la sudestada se llevó la casilla y hubo que sacarla del río. O si fue después de serpear desbaratada con un hijo hervido en fiebre entre los pasillos del barrio por donde la ambulancia no entra. O cuando el primer empujón, el día ese en que el vino le envenenó el carácter a su hombre para siempre.

Mara no sabía si era suya la culpa. Algunas veces pensaba que sí. Que era ella la que contagiaba todo de tristeza. Porque había nacido con la amargura puesta y no había manera de quitársela. Y hasta soñaba con un montón de hilos que le enredaban el cuerpo y una mano gigante que le tapaba la cara. Entonces quería avisar pero no podía porque se olvidaba todas las palabras y tenía que gritar con señas. Un día se lo dijo a su vecina: “Rosa, me estoy volviendo invisible y muda.” Ahí, Rosa le vio que tenía los ojos como si se los hubieran picado bichos y también vio las marcas en la cara y el arañón del cuello. Y como ella tampoco sabía decir lo que pensaba, pateó el piso del patio y la sentó en una silla mientras buscaba las palabras. “Tenemos que conseguir que escuchen lo que no sabemos decir, Mara”, encontró por fin.

Mara no sabía que las palabras eran tantas. Cada vez que sus hijos le mostraban los cuadernos, ella seguía los dibujos de las letras con los dedos acordándose de todas las veces que había faltado a la escuela por quedarse barriendo el rancho, limpiando las ollas, corriendo las cabras, amasando tortillas. “¿Serían menos las palabras cuando yo era chica”, se preguntaba. “¿Serían menos en mi pueblo?” Porque ella sabía escribir tan pocas! Su nombre, apenas y tan torcido que le daba vergüenza y algunas palabras más que nunca le habían servido para nada: pato, martes, mango, barca… “¿Cómo se escribirá lo que yo pienso?”, se preguntaba. “¿Cómo será poner en una hoja que el frío es blanco y muerde? ¿Se puede escribir el olor de la ropa que acabo de lavar? ¿Con qué letra va el ruido de los pies en el barro y el soplido de Ramón que sube y baja mientras duerme?”. “¿Cómo escribo el tren que me trajo hasta esta vida?”.

Mara no sabía que había otras como ella que andaban buscando lo justo. Un día escuchó a una comadre que vino desde Bolivia a hablarles de un Movimiento de Mujeres. Que se juntaban con otros grupos para hacerse escuchar y se encontraban en un bar llamado Virgen de los deseos. Y decía las palabras “exclusión” y “dominio” y “violencia”. Y Mara no entendió demasiado pero se quedó mucho rato pensando que nunca había pensado el deseo.

Mara supo que por ahí andaba la cosa. Lo veía bien clarito en los ojos de las otras. Si no lograban romper ese silencio que les venía del fondo de los siglos, estarían invisibles para siempre. La noche anterior, Ramón había vuelto a la casa más áspero que nunca y le había puesto la cara como bolsa. Porque sí o de puro desamparo. Por algo que ni él sabía y ella tenía que aguantar. En ese momento, Mara pensó un cuchillo que estaba arriba de la mesa y se sintió condenada.

Cuando llegó al Comedor donde una maestra muy joven enseñaba a escribir tres veces por semana, en seguida le dieron una hoja, y le dieron un lápiz, y la pusieron a hacer unos dibujos que terminaban en letras. La cara le dolía ahí donde se le había juntado la sangre en un charquito negro verde. Pero cuando se puso en la boca el gusto de la madera del lápiz, le pareció que dolía menos. A poco pidió que le enseñaran las palabras que más ganas tenía de decir: mujer, abrazo, hijos, compañero, ayudar, abuso, rabia. Y la más difícil de todas: deseo.

Mientras dibujaba una letra tras otra, sudando ríos y desenredándose los dedos, “Lento, pero posible”, pensó. Y fue como si pensara por primera vez.