domingo, 19 de septiembre de 2010

Juventud. Divino tesoro.

Existe una escuela secundaria, en el barrio de Palermo, que se llama María Claudia Falcone. Se llama así por decisión mayoritaria de los alumnos que pudieron elegir el nombre de la casa donde concurren a estudiar cada día.
María Claudia era una piba de 16 años, y como a la mayoría de los pibes, en su época, le importaba la política. Militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios. La tipita, ayudaba en las villas de emergencia, estudiaba en Bellas Artes y disfrutaba escuchando Sui Generis o leyendo a Benedetti. Le gustaba mucho bailar, sentía que el mundo era un poco más lindo cuando tenía ritmo y se movía al son de una melodía.
La niña que hoy pone su nombre a una escuela, participó hace 34 años, en septiembre del 76´, en una campaña a favor del boleto estudiantil en la Ciudad de La Plata. Diez estudiantes fueron desaparecidos en esa oportunidad. Tenían entre 14 y 17 años y, como te dije, participaban de una campaña reclamando el boleto estudiantil.
María Claudia era una de esos pibes.
Pasó por varios centros clandestinos de detención. En ellos fue torturada y sometida a todo tipo de abusos y violaciones sexuales, como una forma más de tortura y ensañamiento. "Un día, María Clara le pidió a uno de los guardias que no la tocara más, que la matara pero que no la tocara más, mientras se golpeaba la cabeza contra la pared" supo contar Pablo Díaz, sobreviviente de aquellos días, y el último en verla con vida.
María Claudia permanece desaparecida, al igual que la mayoría de los secuestrados esa noche del 16 de Septiembre de 1976. La oscura noche de los lápices.
Este operativo fue realizado por el Batallón 601 del Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que calificó al suceso como lucha contra "el accionar subversivo en las escuelas".
¿No te da un escalofrío, con esta historia a cuestas, cuando un funcionario, hoy, “acusa” a los pibes de estar politizados?
Los tipos que se quejan de una juventud sin compromiso y a la deriva suelen ser los mismos que ahora despotrican contra la movilización estudiantil. ¿Qué es, entonces, lo que esperan de los jóvenes?... Lo mismo que esperaban los militares, que sean prolijitos y obedientes, porque de lo contrario son peligrosos. Ayer “subversivos”, hoy “chavistas".
El impresentable Eduardo Feinmann, increpó a una piba en su programa de televisión, diciendo: “ –¿para eso te educaron tus padres, para tomar colegios?-“ y ella, Daniela Gasparini, cara a cara, le contesto “– yo defiendo mis derechos. Eso es un proyecto de vida y lo elijo todos los días-“
La tipa conmueve. Emociona ver a estos chicos defender sus derechos y no puedo evitar compararlos con aquellos otros chicos que peleaban por el boleto estudiantil. Me emociona, porque las bestias sabían lo que hacían y durante mucho tiempo estuvieron seguros de que el miedo sembrado era para siempre. Que los lazos y las conciencias destruidas no se recomponían más.
Bueno, no… no fue para siempre.
Daniela elije como proyecto de vida defender sus derechos todos los días…
Daniela elije, tal vez sin saberlo, que en su lucha y en sus sueños, María Claudia esté presente.

"El albañil de Valtellina", Gianni Rodari

Un joven de Valtellina, al no encontrar trabajo en su patria, emigró a Alemania, y encontró un puesto de albañil precisamente en Berlín. Mario -así se llamaba el joven- se puso muy contento: trabajaba duro, comía poco, y lo que ganaba lo ahorraba para poder casarse.

Cierto día, casi anochecido, mientras llenaba los cimientos de un nuevo edificio, se desprendió uno de los andamios y Mario cayó, hundiéndose en el cemento armado. Murió sin que nadie conociera su trágico final.

Estaba muerto y no notaba dolor alguno. Había quedado encerrado entre los pilares de la casa en construcción, pero pensaba y oía igual que antes. Cuando se acostumbro a la nueva situación logró incluso abrir los ojos y ver la casa que crecía a su alrededor. Era exactamente como si él sostuviera el peso del nuevo edificio, y esto le compensaba la tristeza de no poder mandar noticias a su casa ni a su pobre novia.

El edificio creció hasta el techo, las puertas y las ventanas fueron colocadas en su lugar, los pisos fueron vendidos y comprados, y llenos de muebles, y por último vinieron numerosas familias a vivir en ellos. Mario las conoció a todas, desde los mayores hasta los pequeños. Cuando los niños gateaban por el suelo, aprendiendo sus primeros pasos, le hacían cosquillas en las manos. Cuando las muchachas salían al balcón o se asomaban por la ventana para ver pasar a sus enamorados, Mario notaba en sus propias mejillas el suave arrullo de sus rubios cabellos. Al atardecer oía las conversaciones de las familias reunidas en torno a la mesa; por la noche oía toser a los enfermos, y antes del amanecer, el trino del despertador de un panadero, que era el primero en levantarse. La vida de la casa era la vida de Mario; las alegrías de la casa, piso por piso, y sus dolores, habitación por habitación, eran sus alegrías y sus dolores.

Pero un día estalló la guerra y comenzaron los bombardeos sobre la ciudad.

Una bomba cayó sobre la casa y ésta se derrumbó. Sólo quedó un montón de escombros, de muebles destrozados, de trastos aplastados, bajo los cuales dormían para siempre mujeres y niños que habían sido sorprendidos en su sueño.

Sólo entonces murió de verdad Mario, porque había muerto la casa que naciera de su sacrificio.