domingo, 18 de julio de 2010

400 Revueltos

Suele definirse identidad como aquellos rasgos propios de un individuo o de una comunidad, y esto no es otra cosa que la conciencia que tenemos de nosotros mismos, aquello que nos define.

Por ejemplo, si te digo que hoy transmitimos en vivo desde la ciudad de las diagonales, a pocos habrá que aclararle de qué estoy hablando. La ciudad de La Plata tiene una identidad claramente definida en toda su arquitectura y no sólo el trazado de calles y plazas, su efervescencia cultural, su movimiento político y social. Histórico y actual…

Y como parte integrante de ese movimiento cultural y sociopolítico, Estación Sur, la 91.7 que nos invita, nos recibe, nos atiende… estamos profundamente agradecidos a esta radio hermana.

Una radio con rasgos de identidad muy fuertes, que la definen en contra del abuso, de la explotación, de la injusticia. A favor de las organizaciones comunitarias, de la cultura popular, de la comunicación libre… es impresionante el trabajo que están haciendo por la constituyente social, la ley de puntos de cultura… por algo estamos juntos hoy acá.

Pocas cosas más importantes que la identidad en la vida…
Y conocer esa identidad siempre entraña una búsqueda
Creo que estamos asistiendo a un momento de profunda búsqueda colectiva.

¿La sanción de la ley de matrimonio igualitario no será reflejo de la búsqueda de una sociedad mejor?

Una ley de Servicios de Comunicación Audiovisual emanada del trabajo de cientos de organizaciones, durante años, también puede significar la búsqueda de una sociedad más justa, a través de ese derecho esencial, ese derecho humano, que es la comunicación.

La ley de glaciares, tardía y cuestionable, busca proteger esos reservorios invaluables del avance criminal de las mineras, que siembran muerte a fuerza de explosivos y cianuro. Esperamos que sea el primer paso de una búsqueda superior: Hay que desterrar la minería a cielo abierto de nuestro país.

La de esta noche, es, de alguna manera, una búsqueda. Venimos buscando encuentro, emociones, sonidos que hablan y palabras con música… Venimos buscando compartir este programa número 400
Con el oyente que se hace parte, con artistas fieles a su obra y comprometidos con ella, con 41 radios que nos suman a su programación con generosidad. 400 programas desde aquél 11 de Noviembre de 2001 en que Fm La Tribu nos permitió hacer algo parecido a un programa de radio. Un revuelto de sonidos e ideas, una manera de sentir esta forma de comunicación. Cómo no agradecer a quienes comparten esta búsqueda.

Son búsquedas que regocijan, búsquedas que alimentan el alma. Pero claro, cuando uno busca, a veces encuentra y a veces no.

Están las otras búsquedas, las que duelen, las que frustran…
Busquedas que nos definen por acción o por omisión…
Dieciséis años llevamos buscando justicia desde aquella mañana en que la bomba en la AMIA sembró 85 ausencias entre nosotros.
También somos eso…somos los que no están...
Somos memoria.
Somos condena a las bestias.
Somos, especialmente hoy en querida ciudad de La Plata, la ausencia y búsqueda de Julio López.

"Empezando por él", Adrián Ferrero

"Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y son...". No, de nuevo. "Una, dos, tres, cuatro, cinco y son miles y miles y miles y no olvidarse del lucero y de Venus y de los dragones que nadie ve, pero que flotan por el universo, nadando con sus miles de aletas verdes".

Lucio contó la última estrella empezando de acá y se volvió a perder. ¿Cómo contar algo incontable, algo que crecía a cada momento? No se rindió. Algo similar le había ocurrido muchos años atrás, cuando iba a las lejanas playas de Mar del Plata con sus padres. Sentado en la orilla, escudriñando las olas para ver si traían algún regalo de las profundidades, alguno de esos seres enormes de color gris con aletas y tentáculos que sobresalían y triscaban el agua a su paso.

"Una, dos, tres y son mil más...". Lucio se dijo "basta", se sentó medio enojado y medio feliz, por no poder hacer algo que quería, pero por no hacer más algo que lo molestaba.

Apoyó la nuca contra un promontorio y estiró las piernas muy lejos, donde casi las perdía de vista. Miró el cielo, cada vez más profundamente, procurando penetrar en todos los misterios que ese sitio, por llamarlo de algún modo, escondía. Ver el cielo era como ver el mar. Algo hondo, inconmensurable, azulado, impenetrable, salvaje, poblado por una multitud de ¿seres? ¿objetos? ¿quién podía saberlo?

Un tío le había hablado de unos aparatos llamados telescopios, que tenían una lente potentísima y que permitían observar de cerca lugares muy distantes. Pero esa noche decidió que estaba muy cansado. Quizás por la cantidad de intentos fallidos, quizás por su impaciencia. Decidió que esa noche era el momento de mirar todo tal cual era, todo tal como estaba, sin pensar en amplificar las magnitudes. Hasta donde pudiera, hasta donde se lo permitiera la profundidad de sus ojos.

Y un ojo se hizo grande, y las orejas se abrieron como esponjas para dejar entrar el canto de los grillos que ululaban como tribus africanas. Y Lucio miró y miró y oyó y oyó. Y desde el fondo de las galaxias se acercaron seres de trompetas enormes con brazos de donde colgaban estalactitas. Y de muy lejos llegó una carroza tirada por cuatro peces diamante que no tenían nombre porque no los conocía. Y un bicho largo como cuarenta serpientes cayó sobre el pasto haciendo un chasquido o chapoteo o azote y se hundió en la tierra abajo, abajo. Y un ser mitad alfombra, mitad penacho, voló sobre su cabeza haciendo círculos y le dejó no sé cuántos mensajes que él no supo descifrar porque su lengua era ignota.

A todos estos episodios siguió la calma. Una calma que no anunciaba nada y a la que nada proseguía. Una calma transparente donde Lucio pudo sentir sobre su piel el brillo noble de los astros: la luz blanca de la luna rebotando en sus antebrazos; los hilos brillantes de las estrellas que se desparramaban por su pelo entrando y saliendo de los rulos; el viento envolviendo sus ropas que crecían y se hinchaban hacia arriba y hacia abajo, como si respiraran; la magia de la noche estable en su espectáculo.

Y por último Lucio Linares hundió las narices en el pasto, se bebió todo el vapor de la llanura y, acostado como estaba, se acordó de que todos los Linares se habían muerto maldiciendo a sus padres y que eso no era justo para una estirpe y que cuando llegara el momento de dejar este mundo, él, Lucio Linares, el último de los Linares en esta patria, moriría sobre una sábana roja y blanca, adorando al mar, al cielo, al ulular de los vientos y a las aves, y que su último suspiro sería la última palabra de la noche.

Así, seguro como estaba, se durmió, sin saber que desde muy, muy alto, alguien había contado "uno" empezando por él.