domingo, 7 de febrero de 2010

SONIDOS REVUELTOS

Hoy desandamos músicas y palabras de negritud


“...mi negritud no es una torre ni una catedral, se zambulle en la carne roja del suelo, se zambulle en la carne ardiente del cielo” (Aimé Césaire)


Narradora invitada: Lucila Pesoa



Los sonidos que pasaron:

Ritmos Negros del Perú / Nicomedes Santa Cruz
Horizonte infinito / Chango Farías Gomez
Sudáfrica canción antigua / Mamasal
DLG / Pulso Ciudadano
Agora si Bochón / Ricardo Nolé
Extranjero en propio pago / Willy Gonzalez Cuarteto
Ritmos Negros / Novalima
El Negro del Blanco / Paulo Moura y Yamandú Costa
Sangre de Africa / Patato Valdés
Lo Dedo Negro / Eduardo Mateo
Negro Libre / Eva Ayllon
Tarumba / Teresa Parodi y Mariana Baraj
Africanía / Ricardo "Kako" Viloria
Adoua / Les Tambours de Gorée Senegal
Marena de Angola / Chico Buarque
Mozambique / Castor Orquesta
Onda Corta / LA bomba de tiempo
Plegaría del árbol negro / Tonolec


Las palabras que pasaron:

“Caña”, Nicolás Guillen
“Mapa del diablo”, Eduardo Galeano
“Negritud”, Frei Beto
“Piel de brea”, Ricardo Giordo


“Caña”, Nicolás Guillen

El negro
junto al cañaveral.

El yanqui
sobre el cañaveral.

La tierra
bajo el cañaveral.

¡Sangre
que se nos va!


“Mapa del diablo”, Eduardo Galeano

En Cuba, el Diablo supo ser amigo de los negros cimarrones. Los esclavos que se fugaban tenían al amo metido en el cuerpo. Al son de los tambores, el Diablo les sacaba al amo de adentro, haciéndoles vomitar todas las hostias y toda el agua bendita que a lo largo de sus vidas habían tragado.
En Colombia, los fuegos negros echan todavía humos de azufre en las plantaciones de la costa del Pacífico. Allí el Diablo regala machetes a los peones: machetes que cortan la caña solitos, sin ninguna mano, y dan dinero que sólo sirve para ser gastado en parrandas con los amigos.
En Bolivia, el Diablo acompaña a los mineros del altiplano. A cambio de cigarros y aguardiente, los guía hacia las mejores vetas, a lo largo de las tripas de las montañas.
En Argentina, la gente del norte se endiabla cuando llega el tiempo del carnaval. El miércoles de cenizas, al final de los bailecitos y las borracherías, la gente entierra al Diablo. Llorando lo entierra.
En Brasil, en los suburbios de las grandes ciudades, suenan tambores en las fiestas del pobrerío. Los tambores llaman a un invitado especial, sujeto de mal vivir, respondón y jodón, glotón y ladrón: el tipo ése que fue ángel rebelde arrojado a los infiernos y después decidió quedarse a vivir aquí en el mundo, que es igualito al infierno pero más gustoso.


“Negritud”, Frei Beto

Traigo a África en la sangre. El resonar de tambores, la punta afilada de lanzas, las rayas coloreadas realzando la piel y en la boca el gusto atávico de los frutos del jardín del Edén. En el alma las cicatrices abiertas de tantos azotes, el grito imperial de los cazadores de gente, los hijos separados de sus padres y los maridos de sus mujeres, el balanceo agónico de la travesía del Atlántico y en los poros la muerte segando cuerpos engullidos por el mar y triturados por los dientes afilados de los peces.
Soy hijo de Ogum y Ósala, devoto de Yemanjá, a quien elevo las ofrendas de todos los dolores y colores, lágrimas y sabores, el llanto inconsolable de las cabañas, la carne atada con cuerdas, las muñecas y los tobillos sujetados con hierros, la soledad de la raza, el vientre rasgado y preñado por la feroz pulsión de los señores de la Casa Grande.
Me quedan, en el cuenco de madera las sobras del cerdo descarnado y, mientras la mesa colonial saborea el lomo, corto pieles y orejas, rehogo en grasa los frijoles, rebano en forma de salchichón las carnes, frío longanizas y torreznos, sazono con pimienta y condimento, y me harto. En el alambique recojo la savia ardiente de la caña, y me transporto a mis ancestros, a las sabanas y selvas, al tiempo de la inconmensurable libertad.
En las noches de la Casa Grande vacía y los capataces ebrios, adorno mi cuerpo con pinturas y, al reflejo de la luna, adorno brazos y piernas, me cubro de collares y brazaletes y, al son embriagante del tambor, bailo, bailo, bailo, exorcizando tristezas, conjurando a los malos espíritus, imprimiendo al movimiento de todos mis miembros el impulso irrefrenable del vuelo del espíritu.
Soy esclavo y, sin embargo, señor de mí mismo, pues no hay cerrojo que me aherroje la conciencia ni moralismo que me haga encarar el cuerpo con los ojos de la vergüenza. Hago fiesta del sexo, del cariño liturgia, del amor bonanza, multiplicando la raza con la esperanza de quien fertiliza semillas. Le doy al señor nuevos brazos que habrán de derribarlo de su trono.
Comulgo con la exhuberancia de la naturaleza, las copas de los árboles son mis templos, traigo las ofrendas del fogón de leña, en mi ser se agitan, veloces, caballos alados, y sigo el mapa trazado por los caracoles, que me enseñan que no hay dolor que dure siempre y que el verdadero amor perdura. Tan poblado está el cielo de mis creencias que no rechazo ni siquiera la santería del clero. Antes bien reverencio el caballo de san Jorge, transfiero a los altares la devoción a mis orixás, tiro al río a la Virgen negra con la fe de que, entre tantas blancas, traídas en las andas del señor de esclavos, llegará el tiempo en que la mía será Aparecida y a sus pies también se doblarán las rodillas de los blancos.
Soy liberto y, en el fondo de los bosques, recreo un espacio de libertad, defendiendo con espíritu guerrero mi reducto de paz. En el quilombo (cabañas en la selva de los negros fugitivos), mirando a África, rescato la fuerza histérica de mi idioma, celebro rezos y congadas (bailes oriundos del Congo), el canto libre haciendo eco en el coro de la pajarería, las aguas de la cascada limpiándome de todo temor, los árboles en centinela cubiertos de mil ojos vigilantes.
Ciudadano brasileño, todavía lucho por la liberación, empeñado en abolir prejuicios y discriminaciones, trabajo esclavo y tortura, cadenas forjadas en la inconsciencia e inconsistencia de quienes insisten en hacer de la diferencia divergencia e ignoran que Dios también es negro.


“Piel de brea”, Ricardo Giordo

Como otras noches, Remedios no podía dormir. Era así desde que había muerto Serafina. Su hija Serafina. Tan pequeña, tan tierna, tan... indefensa.
Miró hacia su marido. A través de la poca luz de la luna, pudo distinguir un bulto cilíndrico, enorme, del que provenían ronquidos estridentes, pero a la vez tranquilizadores.
Tratando de no hacer ruido, se vistió en la oscuridad. No quería malgastar aceite, su ama apenas le proporcionaba a su hombre un poco por semana. Debían cuidarlo ante cualquier...
¡Santa María, socórreme! Todavía sigo pensando en estas estupideces.
Afuera no había viento.
El calor pegajoso de Buenos Aires contribuía para que algunos estuviesen afuera, charlando. Remedios bajó la cabeza, haciendo como que se arreglaba la enorme hebilla de hueso, con tal de no saludar a los compañeros de finca.
Se dirigió hacia el Río de la Plata, que todavía no podía verse. Su ama le permitía salir las veces que quisiera. Le tenía una bien ganada confianza.
Justo cuando llegó a la barranca, vio a la luna llena brillar sobre el agua marrón, que esa noche parecía brea. Le hizo acordar a la piel de su hija Serafina: tan oscura, tan brillante, como la delicada seda negra con que su ama gustaba vestirse.
Una vez en el río, se arremangó la pollera y se mojó los pies. Le hubiese gustado ser niño, sacarse la ropa, y disfrutar de un buen chapuzón.
Se quedó allí, parada en la arena, en medio de las aguas que subían, pensando en Serafina, en su hija.
De pronto murió la luna en el cielo y el río se tragó su reflejo. La noche se volvió oscuridad. La cara de Serafina tomó forma bajo la superficie. Se reía. Remedios también rió, extendió los brazos, fue hacia ella, lloró.
No pudo hacer pie, y no sabía nadar. Poco le importó. Su Serafina seguía allí, casi, casi, al alcance de la mano.
Sintió los primeros síntomas de ahogo. Trató de respirar, pero sólo el agua llenó sus pulmones.
Antes de perder la conciencia le tiró un beso a su hija.


Gracias por ser parte