domingo, 16 de mayo de 2010

Violaciones de toda la sociedad

Ciertos hechos me provocan la sensación de no entender absolutamente nada de lo que me rodea. Avergüenza y duele, tener que reconocer el grado de disolución de nuestra sociedad.

Me pregunta mi amigo: ¿hay lugar para el asombro? ¿No es acaso esto lo que vivimos hace tiempo, lo que fuímos construyendo? Algunos responsables directos, otros por omisión y unos cuantos resistiendo. Tal vez sí. Tal vez uno no lo quiera ver y recurre a la ceguera de quien no quiere ver la derrota.

Los hechos de General Villegas, sin embargo, son algo brutalmente novedoso.

Una nena de 14 años fue abusada por tres adultos, con un morbo tal, capaz de registrar todo y mostrarlo. Después fue violada por unas 150 personas más que salieron a lincharla y apoyar a los violadores. Finalmente fue violada por otros miles más en todo el país que apoyan el linchamiento de esta “vaguita”. Me animo a decir, con tristeza, que esta criatura es violada por millones que mirando el noticiero se hacen fiscales de la realidad mediática.

Recordé aquél obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, cuando declaró que “ciertos menores, no solo están totalmente de acuerdo con el abuso, sino que lo desean”.

¿Cuántos de los manifestantes de Villegas irán a la iglesia el domingo?

No puedo ver esto como un hecho aislado.

Abríamos el revuelto la semana pasada hablando de violencia de género. Lamentablemente, la mayoría de los manifestantes de Villegas eran mujeres, ahí ves que la violencia de género no es solamente hombres maltratando mujeres, es discriminación y maltrato metidos en nuestra cultura y que algunas veces tienen mayor trascendencia.

La violación de Tinelli a una comunidad aborigen de Apipé, hace algunos días atrás, ¿no revela ese mismo trasfondo? Humillar a esa gente para grabar su dolor y terminar dándole una limosna, ¿no es, acaso, otra violación brutal? ¿no es el descaro de lucrar con la falsa y populista solidaridad?

¿Qué relación hay entre la década menemista y sus continuadores y esta descomposición social?

Si no recuperamos la capacidad social de proteger a nuestros pibes, si no somos capaces de distinguir el bien del mal y todo es un revuelto de mal gusto, si no nos levantamos contra esta manera de relación social, individualista y brutalmente sádica, no somos más que una jauría con tecnología digital.

Floreal Gorini, aquel cooperativista luminoso, decía que “el avance hacia la utopía requiere de muchas batallas, pero sin duda la primera es la batalla cultural”

Somos cuarenta y dos radios revueltas, somos muchos haciéndonos parte de un todo más solidario pero sobre todo menos falso. Hay mucho por hacer para que no sean los pibes, por atorrantes o chorros, los señalados para el cadalso.

"La pira Anayansi", Acevedo González

Cuando él le prendió fuego a las cosas de ella, yo estaba escondida detrás del viejo y “turulato” pilón que acompaña, desde siempre, las venturas y desventuras de los habitantes de nuestro rancho.

Ya ella se había ido durante la noche, sola, sin más equipaje que el alma llena de incertidumbre y la cara plena de moretones negri-azules, vestigio inminente, de la última paliza propinada por él.
Recuerdo clarito que antes de irse, ella me abrazó y me dijo, en un tono firme y seco, uno que no le conocía: “pórtate bien”. No me besó, no me dijo más nada.

Sólo me miró, se sonrió un poco, como siempre, sin ganas; y me llenó la vida con esa mirada mojada, esa que tenía en los últimos tiempos. No la vi más.

El arrastró, de debajo del catre, que hasta la anoche anterior ella había ocupado, con una facilidad increíble, una pesada caja, que más parecía el ataúd de un bebe muerto, que la caja de Pandora guardiana de los tesoros más queridos de la mujer ya ausente.

Del interior de la caja, el hombre sacó primero un estuche redondo de talco con olor a azahares. Lo miró embelezado, como recordando algo; y como si de ello dependiera su vida, rápidamente destapó el envase, aspiró el olor de aquella mota con residuos perfumados, cerró el envase y colocó en el suelo, de un golpe, con rabia.

Después, sacó doblada, de entre bolitas de alcanfor, la falda de dacrón azul con flores amarillas y blancas que ella se ponía en esos raros domingos en los que él la dejaba ir a misa. Esa misma falda que irremediablemente acompañaba a la camisa de poplin blanco, que de tanto usarse tenía gastada la parte interna del cuello.

El blanco de esa blusa, me recordaba tanto a esa espuma de jabón que creaba enjambres multicolores de burbujas que libres e insurrectas se perdían más allá de lo visible e invisible, poblando los cielos de seres esféricos y risueños. Miles de burbujas de jabón que sus ásperas manos de campesina producían al lavar las montañas de ropa sucia de cinco criaturas inquietas y un marido taciturno, bebedor de aguardiente y trabajador como un burro, las que un día si y otro no, ella lavaba en el río, mientras mis hermanos y yo, ajenos a su esfuerzo, practicábamos toda suerte de maromas y "corrinchos" en el río que marcaba los linderos de nuestra parcela.

A partir de ese momento, él empezó a sacar de manera frenética diferentes prendas de vestir y objetos queridos de ella. Así, enaguas, camisas, pañuelos, un escapulario, toda suerte de papelitos doblados y un sin fin de trapos multicolores, fueron saliendo de la caja y arrojados con frenesí delirante al suelo, hasta lograr que el pequeño montículo de objetos preciosos trascendiera el nivel del suelo del patio trasero del rancho.

Como un espíritu poseído por las huestes malignas de un ejército de diablos pirómanos, él regó kerosén sobre el montoncito de tesoros y ¡zas! encendió un fósforo, luego otro y otro …hasta que la llama lograda chamuscó las ilusiones y aplacó la ira. Transcurrido un rato, de la pira funeraria sólo quedaban cenizas y una humareda hedionda que hacía que me picara la nariz y que se me aguaran los ojos.

Concluido todo, él exhaló un suspiro, dio media vuelta y se fue para el monte, a su “trabajadero” habitual.

La mañana empezaba a clarear, las gallinas se impacientaban en su chiquero y a lo lejos, detrás del cerro, el rey de los astros empezaba a mostrar sus greñas de oro anunciando el nuevo día.
Trepado en el jorón, Calixto, mi hermanito menor, se desgañitaba pidiendo desayuno, amenazando con lanzarse al vacío. De seguro que ese chiquillo de porra salió a su padre en lo madrugador.

Enedina, Cipriano y Temístocles, arriba todavía dormían, formando un nudo de piernas, manos y troncos, enfurruñados en un ovillo, parecían soñar la más dulce de las fantasías infantiles.

Y acá abajo yo, la más pendeja de todos, vigilando a esos chiquillos haraganes y cochinos, poniendo el café y sancochando yuca, para que todos se llenen la panza lombricienta. Una panza que parece que nunca se harta, por más comida que trague.

Todo eso desde una mañana que no olvido…y ¡cómo olvidarla!, si fue la mañana en que dejé de hacer piruetas en el río. El mismo día en que se quedaron abandonadas en un rincón y para siempre, mis muñecas de trapo y tuzas de maíz seco, fue la mañana en que crecí de un golpe, fue precisamente la mañana en que ella, mi mamá, se fue...