domingo, 3 de octubre de 2010

El todo es mas que la suma de sus partes

El todo es más que la suma de sus partes. Te cansas de escucharlo en este programa. El todo es otra cosa, algo nuevo y diferente nacido de esas partes que lo hacen posible. Y lo confirmo todos los días, desde lo cotidiano a lo global.


Precisamente, el cambio de algunas partes en nuestra vida, alteran ese todo, a veces de manera predecible porque cambian profundamente esas partes. Pero puede pasar que cambios que no consideramos importantes, que casi ni percibimos, provoquen un todo nuevo y muy diferente.

¿A dónde voy? A que comprobamos cotidianamente que algunas partes no cambian, son predecibles, casi inalterables. Pero por suerte, el todo es distinto, inédito. Se hace también con otras partes.

Los cuarteles y los que se benefician con ellos no cambian. Ecuador vio en estos días amenazada su institucionalidad, Latinoamérica toda fue amenazada una vez más. Y la amenaza salió de un cuartel.

De cuarteles, nosotros sabemos mucho. Sabemos quienes solían ir a golpear sus puertas, quienes salieron de allí, que pasó dentro de ellos… también sabemos, o vamos conociendo, quienes son parte de una nostalgia que esconden.

Esta semana tuvo media sanción en el Senado el proyecto de Servicio Cívico Voluntario. Sabés de que se trata?

La idea es ayudar a los pibes pobres metiéndolos en un cuartel, para enseñarles oficios. Hay que “educarlos” antes de que roben y maten. Proyecto que impulsa el radicalismo y parte del peronismo, con media sanción en senadores. Te preguntaste cuantos tipitos te podes cruzar en el almacén, el trabajo o en reunión de amigos, que puedan ver positiva esta idea macabra de que el cuartel, y no la escuela, eduque a los pobres, para asegurarnos que no estén en las calles.

Hay partes que no cambian... pero están dentro de un todo distinto. Sepan los nostálgicos del cuartel que muchos nos reconocemos en el deseo de mayor libertad, en el sueño de librar la batalla cultural que nos haga mejores personas.

Nos encontramos hace tiempo cebando un mate, descorchando un vino, proponiendo palabras con música y sonidos que hablan. Intentando un todo que sea más que la suma de sus partes. Y la clave no está en lo que se mantiene, está en lo que vamos intentando cambiar.

"Más bonita que Georgina", Antonio Mora Vélez

A la hora en que el sol se metía en el horizonte del mar, el niño se sentaba en un banquito, todos los domingos, a mirar hacia el balcón de enfrente. En el segundo piso de esa casona colonial de la calle Larga, vivía una jovencita de origen chino de apellido Wong y el niño, a pesar de su corta edad, estaba enamorado de ella.

Como no conocía aún canciones de amor, le cantaba un porro que narraba las tristezas del dueño por la muerte de su gallo tuerto. Al final de la interpretación, que acompañaba con el ritmo de un pequeño tamborcito de cuero que le había regalado el niño Dios, el Romeo de la calle de Las Palmas le decía a su Julieta:

—Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito.

Y la jovencita se asomaba sonriente y le tiraba también besitos al niño —que no cabía en su cuerpecito de la felicidad— y los vecinos, quienes seguían de cerca la tierna escena, festejaban esos momentos de amor con palmas, sonrisas y una que otra lágrima furtiva.

Georgina —no sobra decirlo— se hizo amiga de la mamá y de los tíos del niño y lo visitaba todos los días cuando regresaba del colegio. En esos encuentros vespertinos la hermosa colegiala de ojos rasgados le llevaba paragüitas de caramelo al niño y respondía sonriente las preguntas de la mamá y le decía que sí, que se iría a casar con él cuando estuviera grande, que lo esperaría hasta que se convirtiera en un hombre hecho y derecho. Y el niño soñaba todas las noches con su boda y veía a Georgina con su traje blanco de cola y se veía él de vestido entero de paño, igual que la fotografía en sepia del matrimonio de los tíos.

Dos años después el niño seguía siendo un niño pero la jovencita era ya una mujercita casadera y con un novio real. Por algún tiempo Georgina y su novio le hicieron creer al niño que eran amigos nada más y que ella le cumpliría su palabra de matrimonio. Y él, aunque sospechaba que lo engañaban por piedad, seguía soñando en su boda con Georgina. Y le seguía poniendo serenatas los domingos con una canción nueva que se había aprendido y en la que un palomo le pedía a su paloma querida que volviera a su viejo nido.

Una mañana de domingo ocurrió lo que el niño ya temía. El balcón de la casa de Georgina estaba adornado con festones y lazos y había un inusual movimiento de personas que entraban y salían con paquetes y con viandas de fiesta. Rosa Helena, que así se llamaba la mamá del niño, vio que su hijo tomaba el banquito y el tamborcito de las serenatas y le dijo que no saliera a cantarle a Georgina porque ella no estaba. Y trató de distraerlo con un paseo por el patio, señalándole las begonias, los helechos, los pajaritos y los conejos, al tiempo que le decía que él estaba todavía muy pequeño para pensar en cosas de hombres, que ya Georgina había decidido organizar su vida en otra parte y que hasta allá no llegaría su vocecita con las canciones y el sentimiento de sus serenatas.

Al escuchar estas palabras de su madre, el niño salió corriendo hacia la ventana y alcanzó a divisar en la distancia de la calle el cortejo nupcial y ver a Georgina vestida de novia y a un joven con vestido entero de paño azul turquí que la llevaba del brazo hacia la iglesia, apenas a tres cuadras de la casa, y sintió por primera vez un nudo en la garganta que no se explicaba y comenzó a gritar ¡me ahogo! ¡me ahogo! y a pedirle ayuda a su mamá, que estaba a pocos pasos de él llorando también por la pequeña tragedia de su hermoso hijo.

La madre angustiada le alzó sus bracitos una y otra vez, lo besó, lo abrazó y le dio un vaso de agua con valeriana. Luego lo recostó en sus piernas y le susurró una bonita canción que le dice adiós a las golondrinas que se van, hasta que se quedó dormido.

A la mañana siguiente el niño se asomó a la ventana y notó que los festones del balcón se los llevaba el viento y vio a la empleada de los Wong barrer el arroz regado en la acera y en la calle. Luego miró hacia una de las puertas del primer piso y contempló a Raquel, la hija del carpintero del barrio, que salía de su casa con los libros del colegio en las manos.

Llamó entonces entusiasmado a su mamá para que la mirara y le dijo:

—Mami, Raquel también es bonita ¿cierto?

La madre vio otra vez el color de la ilusión en los ojos de su hijo y le contestó sonriente:

—Sí hijo, es muy bonita, más bonita que Georgina.