domingo, 24 de enero de 2010

SONIDOS REVUELTOS

Hoy desandamos músicas y palabras de muerte.


“La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos.” (Antonio Machado )


Narrador Invitado: Fernando Rabih


Los sonidos que pasaron:

Chacarea de la muerte / Cuchi Leguizamón
Pibe del sur / Adrián Abonizio
Zamba para la viuda / Gisela Baum
El arco iris de Juana / Ines Bayala
Hymn for Momo / Javier Malosetti
Adios Nonino / Pablo Agri
Pregunto / Zaida Saiace
El fantasma enamorado / Paté de Fuá
Nierika / Dead can dance
Agonia / Futura Bold
Falta el enano / Pablo " Pinocho " Routin
Mukanga poto / Spirit Talk Mbira
Ultimas plabras de aliento / Aca Seca
IL Sogno / Lito Epumer


Las palabras que pasaron:

“El fantasma”, Enrique Anderson Imbert
“El drama del desencantado”, Gabriel García Márquez
“Eso sí”, Pedro Zubizarreta
“Pablo”, Elsa Bornemann


“El fantasma” Enrique Anderson Imbert

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! - Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo - pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.


“El drama del desencantado”, Gabriel García Márquez

...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.


“Eso sí”, Pedro Zubizarreta

El Cholito se muere. El Cholito se va. La enfermedad lo atraviesa de lado a lado. Cinco años tiene. Cinco escasos años y la vida ya lo quiere dejar. Ahora no sufre. Ahora no. Está medio dormido, eso sí. Es por la medicación que le dan los doctores para sacarle el dolor. Junto a la cama del Cholito están los padres derramando lágrimas que se abrazan y corren juntas. El Cholito tiene la panza hinchada y le cuesta respirar. Cuando el Cholito empezó con el dolor en la pierna les dijeron que no era nada. Varios médicos lo miraron. Lo miraron un poco por encima, eso sí. Pero qué puede uno hacer, si los hospitales están sin recursos y el papá del Cholito perdió la seguridad social cuando se quedó sin trabajo. Lo llevaron a un médico privado, que sólo lo atendió cuando reunieron el dinero para pagar la consulta por adelantado. El médico privado tampoco lo examinó demasiado. Diagnosticó “dolores del crecimiento”, eso sí. Todo crecimiento va acompañado de dolor, todos menos justamente el que aludía el facultativo. El crecimiento de los huesos no duele. Pero qué puede saber un padre que apenas completó tres años de la enseñanza primaria. Qué le puede exigir a un médico que pasó por una universidad y salió de ella más miope y egoísta que cuando entró. Nada, sólo agacha la cabeza y acepta. Aunque el Cholo se haya seguido quejando, sin poder dormir a la noche, eso sí. El tiempo fue pasando y el dolor en aumento, acompañado por hinchazón en la rodilla. Artritis, les dijeron. El “güesero” del pueblo le quiso acomodar la rodilla, pero se le fracturó el fémur en el intento. Entonces llegó el momento de viajar a la gran ciudad. El Cholito en un grito con cada cimbronazo del autobús. El viaje largo. La llegada a Buenos Aires, con su multitud anónima hirviendo en la Terminal de Ómnibus. Finalmente llevaron al Cholo al Hospital grande. Los médicos estaban serios, mirando placas radiográficas de la rodilla y del tórax. Le practicaron una biopsia. Después vino un médico a hablarles de la enfermedad, que era maligna y se había desparramado por los pulmones. No respondió al tratamiento de quimioterapia y el Cholo empeoró. La pierna se hinchó como un zapallo.
Cholo, Cholito, no te morís solamente de cáncer, también te morís de analfabetismo, de miseria, de desnutrición, de marginalidad. Te morís de injusticia. Te morís de deuda externa. Te morís de anonimato. Te morís de tan pequeño. Te morís aplastado en las vías del desarrollo. Te morís de intereses ajenos. Te morís de extremo sur. Te morís, eso sí.

“Pablo”, Elsa Bornemann

El pueblo se llamaba…
Chato y polvoriento, recostado frente al mar, era una cinta de arena y piedra oscura.
Sus habitantes echaron a rodar esa mañana de primavera como una moneda más, sin notar en ella nada diferente.
Al mediodía, la gente se arremolinó en el mercado del puerto, como tantas otras veces.
Aquello sucedió por la tarde. El silbato de un tren pasando a lo lejos fue el sonido que señaló el principio. Justo en ese momento, los pescadores quedaron con las bocas abiertas, mientras cantaban recogiendo sus redes. Y de sus bocas ya no salió ninguna palabra. Lo mismo les sucedió a los vendedores del mercado…
A las mujeres en sus cocinas…
A los viejos en sus sillas…
A los estudiantes en sus aulas…
A los más chicos en sus juegos…
Por más que intentaron, ninguno pudo decir ni siquiera una sílaba. Las caras se esforzaron, sorprendidas, una y otra vez. Fue inútil.
El silencio fue un poncho abierto oscureciendo al pueblo ¿qué pasaba?
De pronto, vieron cómo cinco, diez, cuarenta, cien, dos mil palabras saltaban al aire desde sus bocas silenciosas, tomando extrañas formas. Y tras ellas fueron, amontonándose en desordenada carrera, sin saber adónde los llevaría ese rumbo sur que señalaban.
Hubo quienes siguieron a la palabra “mar”, maravillados por esas tres letras verdes ondulando en la tarde…
Otros prefirieron marchar tras la palabra “sol”, partida en gajo de una enorme naranja…
Algunos se decidieron por la palabra “caracol”… o “viento”… o “telar”… o “mariposa”… o “cebolla”… o “vino”…o…
Pero la que congregó la mayor cantidad de caminantes fue la palabra “PAZ”. Ésa sí que deslumbraba, con una amplia zeta abierta como la cola de un pavo real…
No les fue posible seguir cada una en especial. Las palabras eran tantas, tantas, que muchísimas debieron volar en soledad, chocando entre sí en su afán de llegar primero a… ¿adónde?
Pronto lo supieron. La gente detuvo sus pasos ante una casa grande, mirando con sorpresa cómo por la chimenea, por las ventanas, por puertas y cerraduras, todas las palabras se precipitaban convertidas en una fantástica lluvia de letras.
Llovió durante un largo rato.
Entonces entendieron lo que había sucedido y un temblor los unió. Ésa era la casa de Pablo, el poeta, el hermano del amor y la madera, amigo de paraguas y copihues, caminador de muelles y de inviernos, timonel del velero de los pobres, voz de los tristes, de piedras y olvidados…
Ésa era la casa de Pablo, que acababa de morir…
Las palabras habían perdido su ángel guardián, su domador, su padre, su sembrador…
Ellas lo sabían… Por eso habían sentido su adiós antes que nadie y habían disparado en cortejo, para besar esa boca que ya no volvería a cantarlas…
La noche no se animaba aún a desarrollarse cuando dejó de llover. En ese instante, una niña desconocida salió de la casa de Pablo.
Su vestido blanco fue un punto de azúcar luminoso en la oscuridad. Su pelo en llamas se abrió en antorchas alrededor de su cabeza.
Entonces gritó “¡vida!” y la gente de aquel pueblo que se llamaba… atajó la palabra en movimiento y gritó “¡vida!”.
Entonces gritó “¡Tierra!” y un aullido coreado por todos rajó la noche: “¡Tierra!” Y gritó “¡aire!”… y “¡agua!”… y “¡fuego!”… a la par que de sus manos salían todas las palabras de Pablo, mágicas uvas que repartió entre los que estaban agazapados en torno a ella.
Y esas uvas se unieron nuevamente en ramos verdes…
Y los versos de Pablo se repitieron una y otra vez…
Y se siguieron cantando una y otra vez…
Y retumbaron como tambores en escuelas y carpinterías, en bosques y mediodías, en trenes y bocacalles, en ruinas y naufragios, en eclipses y sueños, en alegrías y cenizas, en olas y guitarras, en ahoras y mañanas… una y otra vez… una y otra vez… una y otra vez… una y otra vez…


Gracias por ser parte