domingo, 25 de julio de 2010

Llueve sin culpa

Llueve de mala fe. A propósito. Con mala leche.
Llueve oscuramente. Nadie que no tenga reloj podría sospechar que son las cuatro de la tarde.

-¿Usted es cliente nuestro? - pregunta el hombre de la voz estúpida.
- Si- respondo, mientras calculo si insultarlo o no.

Pero, en fin, es la única remisería que hay en veinte cuadras a la redonda. Hace tres semanas que llamo casi diariamente, y después de pedirme los datos, infaliblemente, hace la pregunta, con tono inquisidor, alerta, desconfiad: ¿Es usted cliente?

Nadie podrá negar jamás que este hombre es un boludo.
- Hay diez minutos de demora -, agrega.
Accedo y me dispongo a esperar.

Pasaron veinticinco minutos e intento desesperadamente comunicarme con la maldita remisería, con total impotencia y nulos resultados. Finalmente decido nadar tres cuadras hasta la parada del colectivo.

Al momento de salir estaciona un auto en la puerta. Por la hendija del vidrio llega la pregunta: - ¿Remís? –

Últimamente las cosas no vienen saliendo bien, y situaciones como esta instalan en mí la sensación de que todo va a empeorar por siempre.
Subo al auto dispuesto a hacer justicia. Antes que diga nada, el chofer empieza a explicar:
- Le pido mil disculpas… me dieron mal la dirección… y encima con esta lluvia no se ve nada, ¿vio?
- Dígame una cosa, al que atiende el teléfono, ¿Quién lo puso ahí? ¿Se lo olvidó alguien…? ¿Lo medican mal? ¿Cómo es…? -
- Mire, ya varios pasajeros me dijeron lo mismo…le pido disculpas, es medio lerdo, ¿vio? –

Este hombre me pide disculpas. Indudablemente, la mala racha sigue. Alguien maleducado, prepotente, hubiese sido ideal. Podría haber condensado en él la falta de guita, de trabajo, de respeto… pero no. Es un hombre mayor, amable. Maneja mal y tiene manos de albañil. Seguramente llegó al remís de última, como tantos.

Le explico el camino y me dedico a contemplar la tormenta.
Sobre el tablero lleva una pilita de volantes de propaganda: “Remisería Don Bosco – Puntualidad y Servicio”. En otro momento me causaría gracia.
Es evidente que el silencio lo incomoda. A las pocas cuadras tantea:
- Con este tiempo se complica todo…
- Ahá –, no puedo no contestarle.
- Yo, ahora lo dejo a usted, y ya me voy para casa, porque tengo que llevar a mi nietita al hospital -.
No tengo ganas de hablar, pero le sigo la corriente:
- Se está inundando todo… ¿no le conviene dejarlo para otro día? -
- No puedo, porque si perdemos el turno con el especialista, después pasa como un mes, ¿vio? -.
- ¿Especialista en qué?
- Cardiólogo. Es mi nietita menor. Se llevan dos años. Son hermosas las mocositas. Los médicos ya me dijeron. Hay sesenta por ciento de que se muera y cuarenta de que se salve. La operación no la garantizan, ¿vio? –

Y de repente, es como si hubiese dejado de llover.

Le pregunto de qué hospital se trata, quien la atiende. Le cuento que tengo amigos y parientes médicos, que tal vez… no se.
Me agradece y me cuenta que están en buenas manos. Habla sereno.
- Yo le digo a mi mujer y a mi hija que tienen que estar fuertes, porque las criaturas se dan cuenta, ¿vio? -.
Pago el viaje y le deseo suerte, mientras estrecho su mano.

Entro a casa, los niños duermen con sonrisa de ángel. Afuera, llueve sin culpa. Los tapo, y les doy un beso, secretamente avergonzado.

"El indigente", Javier Alfaro Martínez

Una madrugada, durante el trayecto de mi casa al trabajo, al pasar el taxi en el que viajaba por una esquina de una calle a penas alumbrada, visualice a una mujer que vestía en forma atrevida pero con cierta elegancia.

Por la manera en que estaba parada daba a pensar que se dedicaba a dar servicios sexuales, pero se veía tan refinada que me hizo recordar a las hetarias, esas cortesanas griegas que gozaban de privilegiada educación y nivel social y proporcionaban placer al estilo de las geishas japonesas.

Al recorrer con la vista su bien proporcionada silueta, coincidió su mirada con la mía; fue un instante pero quedé prendado de ella desde ese momento.
La volví a ver a la mañana siguiente. Nuevamente nuestras miradas se cruzaron pero esta vez me obsequio una sonrisa que me hizo perder la noción de la realidad.

En los días posteriores no la vi. Tal vez estaba en servicio, o tal vez no tuvo ganas de salir a proporcionar placer, o tal vez estaba enferma, ¡eso fue lo que pensé, pero los días transcurrieron y no volvió a aparecer. Deje de ir a trabajar por quedarme cerca de esa esquina para ver si en algún momento del día aparecía, pero eso no sucedió.

De hecho no recuerdo cuando fue la última vez que fui a mi casa, ni cuando tuve mi último aseo personal, ni cuando fue la última vez que probé un alimento en buen estado; ahora sólo miro inerte a las personas pasar por esa esquina arrojándome unas cuantas monedas o algún sobrante de comida…