domingo, 18 de julio de 2010

"Empezando por él", Adrián Ferrero

"Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y son...". No, de nuevo. "Una, dos, tres, cuatro, cinco y son miles y miles y miles y no olvidarse del lucero y de Venus y de los dragones que nadie ve, pero que flotan por el universo, nadando con sus miles de aletas verdes".

Lucio contó la última estrella empezando de acá y se volvió a perder. ¿Cómo contar algo incontable, algo que crecía a cada momento? No se rindió. Algo similar le había ocurrido muchos años atrás, cuando iba a las lejanas playas de Mar del Plata con sus padres. Sentado en la orilla, escudriñando las olas para ver si traían algún regalo de las profundidades, alguno de esos seres enormes de color gris con aletas y tentáculos que sobresalían y triscaban el agua a su paso.

"Una, dos, tres y son mil más...". Lucio se dijo "basta", se sentó medio enojado y medio feliz, por no poder hacer algo que quería, pero por no hacer más algo que lo molestaba.

Apoyó la nuca contra un promontorio y estiró las piernas muy lejos, donde casi las perdía de vista. Miró el cielo, cada vez más profundamente, procurando penetrar en todos los misterios que ese sitio, por llamarlo de algún modo, escondía. Ver el cielo era como ver el mar. Algo hondo, inconmensurable, azulado, impenetrable, salvaje, poblado por una multitud de ¿seres? ¿objetos? ¿quién podía saberlo?

Un tío le había hablado de unos aparatos llamados telescopios, que tenían una lente potentísima y que permitían observar de cerca lugares muy distantes. Pero esa noche decidió que estaba muy cansado. Quizás por la cantidad de intentos fallidos, quizás por su impaciencia. Decidió que esa noche era el momento de mirar todo tal cual era, todo tal como estaba, sin pensar en amplificar las magnitudes. Hasta donde pudiera, hasta donde se lo permitiera la profundidad de sus ojos.

Y un ojo se hizo grande, y las orejas se abrieron como esponjas para dejar entrar el canto de los grillos que ululaban como tribus africanas. Y Lucio miró y miró y oyó y oyó. Y desde el fondo de las galaxias se acercaron seres de trompetas enormes con brazos de donde colgaban estalactitas. Y de muy lejos llegó una carroza tirada por cuatro peces diamante que no tenían nombre porque no los conocía. Y un bicho largo como cuarenta serpientes cayó sobre el pasto haciendo un chasquido o chapoteo o azote y se hundió en la tierra abajo, abajo. Y un ser mitad alfombra, mitad penacho, voló sobre su cabeza haciendo círculos y le dejó no sé cuántos mensajes que él no supo descifrar porque su lengua era ignota.

A todos estos episodios siguió la calma. Una calma que no anunciaba nada y a la que nada proseguía. Una calma transparente donde Lucio pudo sentir sobre su piel el brillo noble de los astros: la luz blanca de la luna rebotando en sus antebrazos; los hilos brillantes de las estrellas que se desparramaban por su pelo entrando y saliendo de los rulos; el viento envolviendo sus ropas que crecían y se hinchaban hacia arriba y hacia abajo, como si respiraran; la magia de la noche estable en su espectáculo.

Y por último Lucio Linares hundió las narices en el pasto, se bebió todo el vapor de la llanura y, acostado como estaba, se acordó de que todos los Linares se habían muerto maldiciendo a sus padres y que eso no era justo para una estirpe y que cuando llegara el momento de dejar este mundo, él, Lucio Linares, el último de los Linares en esta patria, moriría sobre una sábana roja y blanca, adorando al mar, al cielo, al ulular de los vientos y a las aves, y que su último suspiro sería la última palabra de la noche.

Así, seguro como estaba, se durmió, sin saber que desde muy, muy alto, alguien había contado "uno" empezando por él.

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