domingo, 9 de mayo de 2010

"Tema de la alumna y el profesor", Elvio Gandolfo

Le da clases de clavicordio, el único clavicordio de todo Caballito. El profesor maduro, la alumna joven, con vestido de voladitos, estilo Sara Kay.
Al fin le confiesa que está perdidamente enamorada de él.
La comprende, le quita importancia al asunto, hablan como personas adultas, pero la alumna cada vez más entusiasmada con la tríada gratificante: padre-profesor-amante. Cuerpo y espíritu, sabiduría y ritmo.
Al fin el profesor se embriaga con todo un frasco de jarabe para la tos y rutinariamente se acuestan juntos, como lo han hecho las alumnas y los profesores desde que el mundo es mundo.
Serenos encuentros eróticos en casa de ella o en lugares discretos del vetusto conservatorio, mientras tras los vidrios de los ventanales flota en el viento el polvillo dorado de las pelotillas de los plátanos, que tanto joroban los lagrimales de las personas sensibles.
Un día le dice al profesor (y, lo que es más importante, el profesor lo reconoce) que el clavicordio ya no tiene secretos para ella, que quiere probar con los vientos. Pasan al oboe.
En la décimocuarta vez que se acuestan juntos, la alumna queda en ese trance que se le asienta sobre los ojos y la boca, y le afloja la frente y las sienes, mira fijamente el vacío y dice, articulando las palabras con precisión, como frutos maduros:
—Es mejor el oboe.
Y nunca más vuelven a hacerlo.
El profesor ya en el momento mismo en que le oye la frase, no sabe a qué se refiere, y con el paso de los días la incertidumbre se le transforma en una leve irritación imperecedera, como esas viejas heridas o golpes que apenas si nos aquejan, sin llegar a dolernos, en los días húmedos.
“Es mejor el oboe”, dijo ella.
“Es mejor el oboe que el clavicordio”, podría haber significado la alumna.
Pero entonces, ¿por qué el corte? “Es mejor el oboe que esto”, tal vez quiso decir, abarcando los dos cuerpos tendidos sobre el montón de alfombras del desván.
O “Es mejor el oboe que su...” y el profesor se detiene, siempre, cada vez que comienza la frase, como sabiendo que es eso, contra toda lógica, lo que la alumna quiso decir.
El profesor se detiene: es relativamente culto, y se resiste de plano a nombrar “eso”.
Pero aun así, cuanto más quiere olvidarlo, mientras a su alrededor suena la digitación perfecta de la alumna, más lo siente colgar flojo entre las piernas, mucho menos bello que la superficie lustrada y cromada del oboe, mucho más pequeño, mucho menos sonoro y musical, aunque él sea, si bien se mira, todo un profesor de música.

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