domingo, 25 de abril de 2010

"En el aire", Rogelio Ramos Signes

El perro de Albino Ambasz levitaba. No como la mujer desnuda de Gatti, ni como el equilibrista en el diario del tiempo de Gerardo Campos. Eso sucedería en terrenos de la imaginación y tiempo después: la mujer desnuda en un cuadro, y el equilibrista en algunas hojas de literatura.
El perro de Albino Ambasz levitaba de verdad, a un metro del suelo, al calor de la siesta, en un claro de los cañaverales, varios kilómetros al sur de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Descansaba (o no) sin ínfulas, el animalito.
Y no comía. Cuando flotaba, desesperantemente quieto en el aire, el perro no comía. Es posible que en ese momento estuviese en contacto con alguna entidad divina y, en circunstancias así, los alimentos ofenden. De vez en cuando gemía levemente, en tonos quedos, como un personaje de algún cuadro de Munch visto a través de un vidrio empañado.
La primera vez que levitó fue debajo de unos álamos silbadores, en 1947; el arquitecto Sacriste había visitado el poblado de Río Seco y, justo en ese momento, el perrito se detuvo en el aire.
La segunda vez fue junto a un duraznero en medio del patio, en 1948; el arquitecto Vivanco había visitado Río Seco y el perro flotó nuevamente.

Pero su modesta proeza no apareció en el diario La Gaceta, ni LV7 lo incluyó en las noticias de las 20. Por ello es que la gente del lugar pensó que aquello era una injusticia, una jugarreta de la ciudad capital en desmedro de los valores locales (por siempre acalorados, húmedos y campesinos) y pagó al perrito de Albino Ambasz un pasaje de ómnibus en la Empresa Gutiérrez para que fuera a mostrarle su gala a los citadinos.

Una nutrida comitiva, como suele decirse, fue a despedirlo. Atravesando cañaverales, adentrándose en ese rabo de selva subtropical que se mete como diablo curioso entre la pobreza de la gente humilde, e incluso haciendo equilibrio sobre los peligrosos terraplenes que le ponen freno a la vegetación hasta convertirla en ripio consolidado, la gente de Río Seco fue hasta la plaza de Monteros a despedir a su héroe.

De allí en más, ya en la ciudad capital, solo, sin algo que lo contuviera, sin una palabra que lo orientara, sin una caricia que lo llevara por los caminos de la cordura, el perro de Albino Ambasz (sin Albino Ambasz) se dio a levitar peligrosamente a metros de la campana histórica de la iglesia de La Merced, y sobre el tobogán de aguas del dique Escaba, y bajo la viga mayor de la Sala de la Independencia, y en la Facultad de Medicina (donde escapo milagrosamente a un bisturí arrojado al aire), y en la Escuela de Luthería (donde, por milagro también, esquivó una cuerda de violoncello que dijo basta después de un Fa casi imposible).

Lo peor de todo fue que no logró despertar el interés de transeúnte alguno. Ni los azahares de los naranjos de la plaza, que lo perfumaron democráticamente como a cualquier mendigo de la ciudad; ni el rosado profundo de los lapachos; ni las campánulas de los tarcos lograron convencerlo de que esta tierra también era su tierra, pero que la población no estaba preparada para su caprichosa rutina de despegar del piso.

Y así fue como, al cabo de los años, convencido de que la vida en la ciudad era una aventura riesgosa para un viejo perro levitante; solo (de soledad total), sin nadie que lo asesorara, y por su propia cuenta, volvió pasito a paso al pago chico, al aire quieto y sofocante que lo esperaba en un claro de los cañaverales, a gemir bajito (como un personaje de un cuadro de Munch a través de un vidrio empañado).

Fue en el 55, “año de levantamientos” según recuerdan lo memoriosos. Sucedió allá lejos, en la ciudad de Tucumán; en la peligrosa ciudad de Tucumán. Los camiones repletos de soldados atravesaban el parque, el diario La Gaceta reproducía los comunicados triunfalistas de la Marina, y LV7 daba nombres y más nombres de posibles funcionarios militares. Mientras tanto, en Río Seco, al tiempo en que los aviones volaban a ras de los álamos silbadores buscando vaya uno a saber qué, el perro levitante de Albino Ambasz, inmutable, dormía otra vez la siesta a un metro del suelo, arropado por el cariño de los suyos.

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