miércoles, 8 de julio de 2009

"Todo puede suceder", Pablo Ramos

Es la tarde del segundo día del zapato en mi casa. Siempre en el mismo lugar, ahora seco y endurecido por el calor de la cocina. Vuelvo a mirarlo de cerca, a olerlo. El soquete cuelga en el lavadero, limpio y húmedo, junto a la ropa recién lavada. Estoy descalzo, parado sobre el piso de mosaico. Me siento sobre la mesada, desato el nudo y retiro el cordón. Luego intento calzarme el zapato. Me resulta imposible, es demasiado pequeño para mi pie. Igual me lo dejo, me bajo de la mesada y camino así, con el zapato a medio calzar. La altura despareja y la presión en los dedos me imponen un paso torpe, aparatoso. Hacen que balancee la cadera como una anciana renga.

Es ahí que lo veo: un papelito rosa tirado en el piso de la cocina. Lo levanto y noto que está doblado. También está escrito: J. A. García 1249, dice. Es una dirección, a pocas cuadras de mi casa.

Resulta evidente que el papelito estaba adentro del zapato ¿Pero a quién se le puede ocurrir poner una dirección en el zapato como si fuera una agenda o algo parecido? ¿Será una broma que espera ser completada con la correspondiente entrega a domicilio? ¿O será que esta mujer, más loca que una cabra, le puso una etiqueta con su dirección al zapato izquierdo simplemente porque sí? Lo despliego y compruebo que adentro también está escrito. Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos, dice. La frase no tiene firma, y la letra (estoy seguro) no es de la misma mano que anotó la dirección. La frase tampoco tiene sentido, así, suelta, escrita en un papel que hasta hace minutos estaba adentro de un zapato.

No puedo imaginar por qué, pero estoy en la calle. Llevando el zapato con el soquete adentro de una bolsa de plástico. Camino apurado. La llovizna amenaza ser lluvia torrencial en cualquier momento.

Llego al lugar y resulta ser un local abandonado: una cortina de enrollar de varillas de hierro, forjada en rombos, cancela el paso. Detrás de la cortina, una puerta vaivén destrozada, dos vidrieras rotas y pintadas con cal y un agujero en la pared del fondo por donde entra algo de luz. Una especie de imprenta vieja se puede ver en el centro. No hay timbre ni nadie a la vista que pueda oírlo. No golpeo. Meto la bolsa por uno de los rombos de la cortina de enrollar y la tiro con fuerza, tratando de embocarla en el agujero de un vidrio roto. El soquete se sale y cae adentro, la bolsa se engancha y queda colgando.

Ahora llueve. Miro por última vez la bolsa con el zapato adentro y empiezo a caminar. Me concentro en las veredas, en el color de las baldosas. Un malestar inexplicable me aplasta la boca del estómago. Me detengo, pego la vuelta y camino hacia al local. Miro la bolsa de plástico colgando del vértice del vidrio roto, el zapato está adentro, demasiado pequeño para mi pie. Busco algo con qué alcanzar la bolsa: una rama, un pedazo de madera. Encuentro un cartón duro y lo retuerzo. Meto el cartón y todo el brazo por uno de los rombos de la cortina pero apenas puedo llegar al vidrio. No sé si quiero pescar el zapato o tirarlo para adentro. Le doy golpes al vidrio con la punta del cartón, que se dobla como si fuera de manteca.

¿Qué puedo hacer ahora? Está lloviendo a cántaros. Puedo buscar una piedra. Busco una piedra. Estoy nervioso, tengo miedo de que alguien me vea. ¿Qué podrían pensar? ¿Qué podría decir? ¿No ve, señor, que estoy devolviendo un zapato? Tiro la piedra, el vidrio estalla y la bolsa cae del otro lado. Entonces me voy, primero animado, después con la sensación de ser un estúpido, de haberme mojado de gusto.

Estoy nuevamente en casa, tomando mate, con una toalla al cuello, mirando por la ventana del balcón. La lluvia ahora se deja oír con fuerza. Parece que el viento se va a llevar la avenida. El zapato no está y es una ausencia extraña. Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos, digo, y escucho la lluvia que, como el perfume de alguien querido y ausente, invade la noche.

Domingo 5 de Julio de 2009

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