domingo, 22 de agosto de 2010

Vestidita de satén


Me pasó de tener ganas de salir a caminar sin rumbo fijo, ir por veredas que no conocía. Ver el paisaje de una ciudad que va despertando: el canillita y la panadería siguen siendo protagonistas de este momento del día. Hay cosas que no cambian. La poca gente que pasa se dispone a comenzar una rutina, y se nota en las caras con cuanto gusto lo hacen.

Pero me quedo mirando a una mujer que llega. Trae la noche consigo y al pasar puedo imaginar en su perfume cada instante de esa noche. Quedo inmóvil por unos segundos justo al lado de un anciano que también la mira. El viejo es testigo de su calle. Puede referir cada minuto de su cuadra y está dispuesto a contármelo. Se recuerda niño, corriendo detrás de la pelota en una improvisada cancha de fútbol. Habla sentado en una silla de madera y paja, de la cual poco se puede ahora mover, y que está estratégicamente ubicada en el escalón de su casa. De esta manera le permite seguir el pulso de una cuadra que ya considera suya.

Cuenta el viejo que todos los días la ve. Va la muchacha, la niña que ya no es. Camina con un vaivén al que sólo le falta un tango que acompase el andar. Vuelve sola, pero en su gesto se nota que hubo compañero. Para él se arregló, para él se produce cada noche de manera distinta, aunque él no es el mismo cada noche.

Son noches que se alargan entre alcohol y fantasía, y que la devuelven mareada, cansada, casi junto a la salida del sol. Ella regresa, vestidita de satén, con todas sus ausencias y fantasmas. Al pasar frente al espejo, atina a reconocer a la niña que fue. La chiquita la mira casi llorando y ella sabe que en esas lágrimas está el reclamo de esos sueños que acompañaron la vida y que fueron olvidados. Sueños que quedaron atrás igual que esa niñez. Hoy intenta poner ruido, hacer importantes tantas pequeñeces. Para seguir adelante se sigue mintiendo Y vivir esos sueños, mejor dicho, tan sólo intentar vivirlos, son cosas que va dejando para otra vida.

El viejo me lo cuenta con la autoridad de los años y de saberse un poco dueño de la cuadra y las historias de quienes la habitan. Pero el tono acusante tiembla cuando la voz se quiebra, se hace chiquita e inofensiva tanto como su imagen en la silla de madera y paja. El viejo sermonea: “Joven, no olvide sus sueños. Levántese con ellos cada mañana y llévelos por el mundo. Inténtelos. No se deje ganar por el mundo que inventa sueños de cartón y desconfíe de lo fundamental de las cosas que se pueden comprar.” Parece que terminaba ahí su discurso, y me dispuse a seguir mi camino dejando al viejo en su silla, que sigue hablando, ahora un poco más solo: “Sepa que paso los días mirando la vida de los que pasan, porque igual que la muchacha, el espejo me devuelve la imagen del niño que fui, reclamando por sus sueños”

Traté de no pensar mucho, la ciudad te cruza todo el tiempo con historias nuevas y cada cuadra debe tener su dueño y su filósofo de cordón. Sonreí pensando en el viejo, a cuánta gente parará por día para -con la excusa de contar la historia de una mina-, hablar un poco de él. O simplemente, hablar con alguien. Por unos días, por precaución, no voy a mirarme al espejo. Me quedo con el perfume de la muchacha vestidita de satén. Ojala la vuelva a cruzarla un día con ese vaivén al que solo le faltaba un tango que acompase el andar. Le podría decir que hoy lo encontré.

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