domingo, 28 de marzo de 2010

"El abridor de nueces" Javier Torre

Cuatro de la madrugada y vuelvo a oírlos; es la segunda vez en lo que va de octubre. Afuera llueve y yo no me animo a moverme de la cama. Apenas si respiro, como cuando era chico.

Creo que el abridor de nueces era de plata. Estaba siempre sobre la chimenea, en la casona de Olivos, junto a los dos tomos del Quijote en la Edición de Vierge, de 1916, una botella de Hesperidina y una caja de madera donde mi abuelo guardaba los cigarrillos Chesterfield, sin filtro. Estoy sintiendo, de golpe, ese aroma.
Han pasado treinta años.

Cómo contarlo. La mañana en que mi abuelo murió llovía, como ahora. Era invierno, y no fui a su velorio; tampoco a su entierro. Mi abuela lo sobrevivió veinte años, sin dejar de amarlo, constante en la ternura. Cada vez que lo nombraba sonreía con nostalgia y los ojos se le llenaban de lágrimas. Habían sido pobres, muy pobres. Su primer hijo, mi padre, creció en un cuarto de pensión. Están enterrados juntos, en el Cementerio Británico. En su lápida dice: “Unidos para siempre”.

Sin embargo, treinta años después, vuelvo a oírlos, con nitidez. No a ellos, que quede claro: escucho el abridor de nueces. El ruido suena seco, en el cuarto del fondo. Resuena, enseguida, otra vez. Y se repite, hasta que más tarde vuelve el silencio y escucho llover sobre el asfalto de la calle.

Inmóvil, sin animarme a nada, espero. Sé que, en sus últimas horas, mi abuelo preguntó por mí. Aquella mañana del año 60 yo tenía nueve años. Mucho más tarde, conocí en una embajada a la viuda del médico que lo había acompañado y le había aplicado la última inyección:

-Se que sufrió tremendamente- me dijo.
-¿Qué más recuerda?-le pregunté.
-Preguntaba por su nieto- me miró a los ojos- Por usted. No quería morir solo.

Yo vivo perseguido por el miedo a morir solo. Es muy tarde, casi no hay autos que pasen. Oigo un tren que parte y, nuevamente, el abridor de nueces. Así: tac.
Un golpe seco en el cuarto del fondo, donde duermen mis chicos cuando vienen los fines de semana.

Lentamente, me incorporo en la cama, en la oscuridad más absoluta. Tengo el cuerpo tenso como nunca antes. Espero.

-Tac- vuelvo a escuchar.

Alguien tose en el piso de arriba. El corazón me late fuerte. Vagamente siento el olor de la caja de madera; madera y tabaco, los Chesterfield. El sonido del crepitar del fuego, recuerdo. Los dos tomos del Quijote los conservo y son casi lo único que tengo de verdad, pero no me atrevo a abrirlos. Hace meses, años, que espero decidirme.

Entonces me levanto. Cruzo el pasillo y voy hasta la habitación del fondo, donde la luz está encendida. Me acerco casi en puntas de pie, apretando los puños, y los veo, con los dos perros setters sentados junto al fuego. Los dos setters murieron, si mal no recuerdo, en el año 57, atropellados por un auto, un domingo a la mañana. Sin embargo ahí están, esta noche, vivos.

Veo entonces como mi abuelo le alcanza a mi abuela una nuez partida en dos, con el mismo gesto de aquel tiempo. No hablan. Ella saca el fruto de la nuez y le da a él, que la come.

Están sentados en los sillones beige que creía vendidos en un remate, cuando acabó la sucesión. También veo la alfombra que me parecía un laberinto.

El único sonido es, una vez más, el abridor de nueces. Veo la mano de mi abuelo que lo opera con precisión: tac. En estos treinta años no han cambiado; se aman.

Los espío un momento más y retrocedo. Vuelvo a la cama, me acuesto, la luz del fondo seguirá encendida. Cierro los ojos:”Tac”, vuelvo a escuchar. Oigo el tren que pasa, a lo lejos, y me quedo dormido.

Cuando me despierto la ciudad parece invadida por un tránsito molesto, desordenado. Quiero hacerme un café, pero antes cruzo el pasillo. Las luces del cuarto están, ahora, apagadas. Amanece, y el aroma de los Chesterfield ha desaparecido por completo. No veo, tampoco señal alguna de los setters. Nada. Apenas en un rincón del cuarto encuentro unas cáscaras de nueces prolijamente amontonadas.

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