domingo, 6 de diciembre de 2009

AMOR DE MAMÁ

Era una mujer baja y rechoncha, con una maravillosa sonrisa que iluminaba todo su rostro. Era oriunda de Queriquina, un minúsculo poblado de la provincia de Ñuble, y era evidente que por sus venas corría sangre mapuche. Nunca habló de su madre ni sabía quién era su padre, pero de muy niña había aprendido la música popular del campo, las canciones que se cantan en bodas y funerales y en tiempos de cosecha. Tenía una voz dulce y fuerte y era muy solicitada como animadora, además de ser respetada como esforzada trabajadora.

Iba ella a distintas casas del pueblo cuando, como ocurría con frecuencia, moría un niño de corta edad. Curiosamente, el velatorio se prolongaba toda la noche y era una ocasión festiva. La gente creía, o trataba de creer, que el bebé muerto se había convertido en un angelito que aguardaría a sus padres en el cielo y, entretanto, hablaría bien de ellos a Dios. El cuerpo sin vida de la guagua se sentaba maquillado, se vestía con papel blanco y se rodeaba con flores caseras de papel, ya que las naturales eran muy caras.

El canto duraba toda la noche con versos improvisados hasta el infinito por los cantores. Y allí estaba ella poniendo voz a los cantos divinos y terrenales con su hijo acurrucado a los pies, a medias dormido y a medias despierto, hipnotizado por la ceremonia a la luz de las velas, oyendo los gemidos y sollozos de la madre del muerto, las risas ebrias del amanecer y la voz de su madre haciéndose dueña de la noche.

El niño siempre cerca de su madre con el amor en la mirada. Con la admiración a la mujer que todas las noches amasaba y dejaba tortillas y pan para el desayuno. Mamá cultivaba verduras y criaba gallinas, y un cerdo. Hacía queso con leche de cabra y con sus tres hijos, juntaba hierbas en las laderas, las que ataban en pequeños fardos para venderlas con la gran canasta de huevos en la población de Talagante.

Para ganar un poco de dinero extra, tomó como pensionista en casa, al maestro de la escuela local. Habitación y comida, además de lavarle la ropa. El jovén maestro tocaba la guitarra, y así, junto a la voz hermosa y profunda de su madre al cantar, la música era parte de cada momento del niño, que empezaba a animarse a acariciar de tanto en tanto las cuerdas de aquella vieja guitarra.

Un día de marzo de 1950, un día normal de principios de curso escolar, fueron a buscar al niño, que ya había cumplido los quince, y le comunicaron que su madre había muerto de un ataque cardíaco mientras servía la comida en el mercado.

El niño se hizo hombre, y los quince años de vivir con una madre trabajadora, humilde y comprometida fueron semilla del tipo que fue Victor Jara. El nombre de mamá fue nombre de su hija, fue poesía revolucionaria e historia de amor…



Domingo 6 de Diciembre de 2009

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